por Ignacio del Valle D.
¿Qué pasaría si…? Con esta sencilla fórmula se recomienda en algunos talleres de guión que se comience a elaborar una historia. Se trata de una invitación a romper el estado inalterado en el que generalmente se encuentran los personajes. ¿Qué pasaría si un joven fuese picado por una araña mutante? ¿Qué pasaría si un hombre se volviese invisible? ¿Qué pasaría si un arqueólogo tuviese que partir en busca del arca de la alianza?
Sin embargo, este tipo de preguntas se pueden formular sin necesidad de echar mano de la fantasía. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si un camionero solitario y hosco, se viera obligado a recorrer 1500 kilómetros desde Paraguay a Buenos Aires, con una mujer desconocida y su bebé? Esta última es la interrogante que responde el argentino Pablo Giorgelli en su primer largometraje, Las Acacias. Puede parecer banal si se espera del cine que la ruptura de la rutina conduzca directamente a un registro espectacular. Pero si lo que se pretende es un filme que ahonde con franqueza en la sensibilidad humana, entonces esta pregunta no resulta en absoluto improcedente. Es más, genera una respuesta tan profunda como cautivante.
Las Acacias es una apuesta por la sencillez. Giorgelli construye una historia con muy pocos personajes y un equipo técnico reducido, privilegia el uso de iluminación natural y opta por encuadres cuidados, pero sin pretensiones. La austeridad formal no refleja falta de oficio o creatividad, al contrario, el cineasta se desprende de lo que le resulta superfluo para centrarse en aquello que es verdaderamente fundamental: mostrar cómo la aversión original de Rubén, el camionero, hacia Jacinta y la niña Anahí, sus compañeras de viaje, se va quebrando poco a poco para dar paso a tímidos y sutiles lazos afectivos.
Giorgelli revela de sus personajes mucho menos de lo que sabe, nos muestra sólo la superficie y nos sugiere el resto a través de una serie de breves diálogos, dejándonos entrever el mundo interior de Rubén y Jacinta, con toda su carga de soledad, heridas mal cerradas e incertidumbre. Es el espectador quien debe reconstruir el pasado de los protagonistas a partir de la escasa información que posee, como si él también viajara con ellos en el camión.
Para reforzar este objetivo, Giorgelli encierra a los tres personajes en la cabina del camión de Rubén, durante la mayor parte del filme. La limitación espacial genera cierta incomodidad entre el camionero y Jacinta –como le habrá pasado a cualquiera que haya hecho un viaje largo junto a un desconocido-, pero termina por permitir, y acaso forzar, una mayor cercanía entre ellos, a medida que pasan las horas y los kilómetros. El secreto de Las Acacias reside precisamente en esa falta de espacio; en esa cabina incómoda de un viejo camión que están obligados a compartir.
La escasez de espacio es también el mayor desafío que se le presentaba a Giorgelli para contar su historia, porque al filmar dentro de un camión la variedad de encuadres de la que disponía era francamente limitada –planos detalle, primeros planos y planos medios, fundamentalmente- y podría haber redundado en un relato visual repetitivo hasta el hartazgo. Las posibilidades de naufragar eran elevadas, y si afortunadamente el filme no lo hace es gracias a las interpretaciones de Germán de Silva y Hebe Duarte y al hábil trabajo de la montajista María Astrauskas, que junto a Giorgelli tardó ocho meses en seleccionar el material filmado, encontrar una gramática apropiada y darle el tempo y la forma precisos.
Las Acacias es un filme de miradas que huyen, que dudan, que revelan y que a veces dicen mucho más que las palabras –y aunque la pequeña Nayra Calle Mamani (Anahí) no sea consciente de ello, el filme estaría lejos de ser lo mismo sin sus enormes y redondos ojos negros-. El protagonismo absoluto de la mirada en el campo de la imagen, se complementa con una banda de sonido donde las palabras escasean, sobre todo al inicio de la película. Con todo, habría que decir que aquí el silencio es completamente funcional con el desarrollo de la historia, a diferencia de otros filmes recientes de las cinematografías latinoamericanas, donde la falta de diálogos parece más una impostura que un rasgo realista.
Las Acacias significa una defensa férrea de lo cotidiano. La ruptura de la cotidianidad de Rubén –el “¿qué pasaría sí?”- genera en él la tímida esperanza de construir otra cotidianidad, lo que en su caso consistiría en darle un rumbo diferente a su vida, compartiéndola junto a alguien. La búsqueda de Jacinta de un futuro mejor en Argentina no tiene como motor ninguna ilusión descabellada; se limita fundamentalmente al deseo de encontrar un trabajo y compartir una vivienda con su hermana. El acierto del filme radica en mostrarnos la relevancia y belleza de esos anhelos cotidianos, sin dejarse llevar por la retórica fácil o por las moraleja didácticas. Es por ello mismo que consigue emocionar al público, pero sin forzarlo a ello, sin hacerle caer en la trampa de un excesivo dramatismo generado por situaciones extremas.
Los galardones obtenidos por Las Acacias en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y el premio principal del Festival de Biarritz, testimonian que el realismo de filmes como éste sigue siendo valorado en los certámenes internacionales, y dan cuenta también de la buena salud de la que goza el cine independiente argentino. Evidentemente, la defensa del valor cinematográfico de personajes comunes y de pequeñas historias no es algo nuevo –el neorrealismo italiano parece estar enraizado en lo más profundo de su ADN-, pero no por ello ha perdido su vigencia ni su atractivo, gracias en gran medida a su sinceridad.