lunes, 9 de enero de 2012

Porfirio de Alejandro Landes


Por Ignacio del Valle


Porfirio, el nombre ya de por sí es altisonante, si además le añadimos el apodo el aeropirata seguramente evocará entre los colombianos uno de los episodios más insólitos de la última década: el secuestro de un avión por parte de un minusválido que portaba dos granadas escondidas entre sus pañales. El hecho sucedió en septiembre de 2005 y tenía como objeto llamar la atención del ex presidente Álvaro Uribe. A decir verdad, el bueno de Porfirio no sólo se ganó la atención del mandatario, sino que también una condena a ocho años de arresto domiciliario. De las soluciones que reclamaba para su delicada situación médica no vio nada, a no ser el brillo de su ausencia.

La mezcla de ingenuidad y violencia del día de furia de Porfirio llamaron la atención del realizador colombiano Alejandro Landes (que por entonces trabajaba en su aclamado documental sobre Evo Morales, Cocalero). El cineasta decidió viajar a Florencia, en el departamento de Caquetá, para conocer al primer aeropirata minusválido de la Historia. Se iniciaba así un largo proceso que culminaría con el largometraje Porfirio, estrenado en la Quincena de Realizadores del último Festival de Cannes, y que ha suscitado un vivo interés de parte de la crítica especializada en cada uno de los múltiples festivales por los que ha pasado (Cannes, San Sebastián, Biarritz, Toronto, Amsterdam, Tesalónica, India, etc.).

Muchos son los méritos del primer filme de ficción de Landes, pero quizás el secreto de su éxito consiste en una apuesta arriesgada y atípica, a la altura del arriesgado y atípico Porfirio. Landes decidió huir del camino fácil y, a diferencia de lo que habría hecho un cineasta más convencional, optó por no centrar la historia de la película en el secuestro, sino que más bien en los días que anteceden a este hecho. Por otro lado, Landes consiguió que Porfirio se encarnara a sí mismo, y que el resto del elenco estuviera compuesto por los vecinos y uno de los hijos del protagonista.

El film se presenta como un retrato agudo, cercano y no exento de humor, de la cotidianidad de Porfirio. Landes rehúye todo dramatismo y moralismo fácil, pero no por ello deja de abordar a su personaje con una mirada comprensiva, que trasluce en forma muy sutil una denuncia acerca de la desesperada situación en la que se encuentra Porfirio, sin ayudas estatales para hacer frente a su minusvalía. Su trabajo “vendiendo minutos” de teléfono móvil en el porche de su casa; su aseo personal a cargo de su hijo; sus malabarismos para conseguir desplazarse de la cama a la silla de ruedas; su sexualidad, son presentados ante la cámara sin tapujos, sin escatimar en detalles –algunos crudos, ciertamente-, pero sin caer, tampoco, en el regocijo morboso.


La apuesta audiovisual es particularmente interesante. La cámara nos muestra, al inicio del film –al igual que el poster promocional- dos cicatrices en la espalda de Porfirio. Son el recuerdo de las balas que le disparó la policía en un episodio confuso que dejó al campesino en silla de ruedas, a principios de los años noventa. A partir de esta imagen, hay una cierta complicidad entre la cámara, el montaje y el propio Porfirio. La larga duración de cada plano pone de manifiesto el lento discurrir del tiempo, que se vuelve opresivo, más aún para alguien cuyo cuerpo, condenado a la inmovilidad, se ha convertido en una cárcel. Landes utiliza en casi todo el film planos fijos, frontales, de composición simétrica, y pone la cámara más o menos a la misma altura de los ojos de Porfirio. Por ello, el cuerpo de los demás personajes aparece muchas veces cortado, sus cabezas, sus hombros quedan fuera del cuadro. Por otro lado, la utilización del formato cinemascope –más ancho que el habitual- contribuye a dar la sensación de un mundo que ha perdido su verticalidad, para sumirse en una horizontalidad estricta. Hay pocos planos subjetivos en el film -es decir, casi no vemos las cosas a través de los ojos de Porfirio-, pero si se nos ofrece un acercamiento al mundo desde un ángulo y una posición similares a las de alguien que va en silla de ruedas.

Con todo, ciertos problemas en la estructura del guión pueden dificultar la comprensión de la historia, que depende demasiado del conocimiento previo que tenga el público acerca de la toma de rehenes que llevó a cabo el protagonista en 2005. El film no anuncia ni explica el episodio, sólo lo aborda al final, quizás demasiado apresuradamente, lo que puede sumir en cierta confusión a un espectador que no sea colombiano.

Landes pasa del registro documental de Cocaleros, su primer film, a la ficción mediante Porfirio; sin embargo, la utilización de un personaje que se interpreta a sí mismo y que reconstruye su propia vida es particularmente cercana al documental. La ambigüedad entre ambos registros confiere un carácter excepcional a este largometraje, que encierra un cuestionamiento profundo no ya a las fronteras entre documental y ficción, sino más bien de los límites de la representación cinematográfica.


(Publicado originalmente en la revista Ventana Latina, Londres).


sábado, 15 de octubre de 2011

Las Acacias, el éxito de la sencillez

por Ignacio del Valle D.

¿Qué pasaría si…? Con esta sencilla fórmula se recomienda en algunos talleres de guión que se comience a elaborar una historia. Se trata de una invitación a romper el estado inalterado en el que generalmente se encuentran los personajes. ¿Qué pasaría si un joven fuese picado por una araña mutante? ¿Qué pasaría si un hombre se volviese invisible? ¿Qué pasaría si un arqueólogo tuviese que partir en busca del arca de la alianza?

Sin embargo, este tipo de preguntas se pueden formular sin necesidad de echar mano de la fantasía. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si un camionero solitario y hosco, se viera obligado a recorrer 1500 kilómetros desde Paraguay a Buenos Aires, con una mujer desconocida y su bebé? Esta última es la interrogante que responde el argentino Pablo Giorgelli en su primer largometraje, Las Acacias. Puede parecer banal si se espera del cine que la ruptura de la rutina conduzca directamente a un registro espectacular. Pero si lo que se pretende es un filme que ahonde con franqueza en la sensibilidad humana, entonces esta pregunta no resulta en absoluto improcedente. Es más, genera una respuesta tan profunda como cautivante.

Las Acacias es una apuesta por la sencillez. Giorgelli construye una historia con muy pocos personajes y un equipo técnico reducido, privilegia el uso de iluminación natural y opta por encuadres cuidados, pero sin pretensiones. La austeridad formal no refleja falta de oficio o creatividad, al contrario, el cineasta se desprende de lo que le resulta superfluo para centrarse en aquello que es verdaderamente fundamental: mostrar cómo la aversión original de Rubén, el camionero, hacia Jacinta y la niña Anahí, sus compañeras de viaje, se va quebrando poco a poco para dar paso a tímidos y sutiles lazos afectivos.

Giorgelli revela de sus personajes mucho menos de lo que sabe, nos muestra sólo la superficie y nos sugiere el resto a través de una serie de breves diálogos, dejándonos entrever el mundo interior de Rubén y Jacinta, con toda su carga de soledad, heridas mal cerradas e incertidumbre. Es el espectador quien debe reconstruir el pasado de los protagonistas a partir de la escasa información que posee, como si él también viajara con ellos en el camión.

Para reforzar este objetivo, Giorgelli encierra a los tres personajes en la cabina del camión de Rubén, durante la mayor parte del filme. La limitación espacial genera cierta incomodidad entre el camionero y Jacinta –como le habrá pasado a cualquiera que haya hecho un viaje largo junto a un desconocido-, pero termina por permitir, y acaso forzar, una mayor cercanía entre ellos, a medida que pasan las horas y los kilómetros. El secreto de Las Acacias reside precisamente en esa falta de espacio; en esa cabina incómoda de un viejo camión que están obligados a compartir.

La escasez de espacio es también el mayor desafío que se le presentaba a Giorgelli para contar su historia, porque al filmar dentro de un camión la variedad de encuadres de la que disponía era francamente limitada –planos detalle, primeros planos y planos medios, fundamentalmente- y podría haber redundado en un relato visual repetitivo hasta el hartazgo. Las posibilidades de naufragar eran elevadas, y si afortunadamente el filme no lo hace es gracias a las interpretaciones de Germán de Silva y Hebe Duarte y al hábil trabajo de la montajista María Astrauskas, que junto a Giorgelli tardó ocho meses en seleccionar el material filmado, encontrar una gramática apropiada y darle el tempo y la forma precisos.

Las Acacias es un filme de miradas que huyen, que dudan, que revelan y que a veces dicen mucho más que las palabras –y aunque la pequeña Nayra Calle Mamani (Anahí) no sea consciente de ello, el filme estaría lejos de ser lo mismo sin sus enormes y redondos ojos negros-. El protagonismo absoluto de la mirada en el campo de la imagen, se complementa con una banda de sonido donde las palabras escasean, sobre todo al inicio de la película. Con todo, habría que decir que aquí el silencio es completamente funcional con el desarrollo de la historia, a diferencia de otros filmes recientes de las cinematografías latinoamericanas, donde la falta de diálogos parece más una impostura que un rasgo realista.

Las Acacias significa una defensa férrea de lo cotidiano. La ruptura de la cotidianidad de Rubén –el “¿qué pasaría sí?”- genera en él la tímida esperanza de construir otra cotidianidad, lo que en su caso consistiría en darle un rumbo diferente a su vida, compartiéndola junto a alguien. La búsqueda de Jacinta de un futuro mejor en Argentina no tiene como motor ninguna ilusión descabellada; se limita fundamentalmente al deseo de encontrar un trabajo y compartir una vivienda con su hermana. El acierto del filme radica en mostrarnos la relevancia y belleza de esos anhelos cotidianos, sin dejarse llevar por la retórica fácil o por las moraleja didácticas. Es por ello mismo que consigue emocionar al público, pero sin forzarlo a ello, sin hacerle caer en la trampa de un excesivo dramatismo generado por situaciones extremas.

Los galardones obtenidos por Las Acacias en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y el premio principal del Festival de Biarritz, testimonian que el realismo de filmes como éste sigue siendo valorado en los certámenes internacionales, y dan cuenta también de la buena salud de la que goza el cine independiente argentino. Evidentemente, la defensa del valor cinematográfico de personajes comunes y de pequeñas historias no es algo nuevo –el neorrealismo italiano parece estar enraizado en lo más profundo de su ADN-, pero no por ello ha perdido su vigencia ni su atractivo, gracias en gran medida a su sinceridad.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

La Violeta chilena revive en la pantalla grande


por María José Bello

¿Cómo capturar la esencia de la más grande folclorista chilena? ¿Es posible retratar la complejidad psicológica y creativa de un personaje singular? ¿Cómo ser fiel a una biografía llena de altibajos, matices y recovecos? El director Andrés Wood -en su última cinta Violeta se fue a los cielos- asume el desafío de construir la primera película de ficción acerca de la artista que compusiera Gracias a la vida y que luego se suicidara en el año 1967, a la edad de cincuenta años.

Pasión, genialidad, amor, versatilidad, locura, tesón, sencillez, grandeza, son algunas de las características que definen a Violeta Parra y que son resaltadas en la película, la cual se basa en el libro homónimo de Ángel Parra, hijo de la cantante. Pese a que la figura de la artista, así como sus canciones, tienen un lugar protagónico dentro del imaginario cultural y popular chileno -y latinoamericano- son pocas los espacios formales e institucionales en que se puede descubrir algo más acerca de su historia. El filme de Wood le rinde a ella un homenaje audiovisual, rescatando algunas escenas significativas de la biografía de la cantante, compositora, recolectora de canciones populares y artista visual.

La película recorre momentos como la infancia de Violeta en una zona rural aledaña a la ciudad de Chillán; sus inicios a la música inspirada por su padre, maestro de escuela y guitarrista; sus travesías por el campo en busca de ritmos y letras de canciones tradicionales; el trabajo junto a su familia en espectáculos itinerantes a lo largo de Chile; sus amores y su relación con sus hijos; el concierto en la Polonia comunista; su exposición de arpilleras (tapicería artesanal bordada) en el Louvre; o el apogeo y decadencia de su proyecto de exhibición y experimentación musical albergado bajo una gran tienda de campaña en Santiago. Todas estas escenas son intercaladas con la recreación de una entrevista hecha por la televisión argentina y acompañadas por el ritmo y las letras de sus canciones como Volver a los 17, El rin del angelito o Run Run se fue pa'l norte.

Hay escenas más intensas y mejor logradas que otras, pero lo que le da la mayor riqueza a este retrato cinematográfico es la potencia de la interpretación de Francisca Gavilán, actriz protagonista de la película, quien logra retratar de manera sobresaliente el talento creativo y el temperamento de Violeta. Es la primera vez que Gavilán tiene un rol protagónico en un filme y, tras una preparación de un año -que incluyó clases de guitarra y de canto- la cantora popular parece reencarnarse en el cuerpo y la voz de su intérprete.

La fragmentación y la desarticulación narrativa del filme -dadas por una estructura que es más de collage que de relato lineal- se ven suavizadas por la coherencia y la fuerza de una actuación que funciona como motor y bisagra de las diferentes escenas. Tal como lo ha dicho Wood, lo que busca el filme es una aproximación humana a la figura de la cantante más que un recuento exhaustivo de su vida. En este sentido se logra el objetivo porque se aprehende el ethos de Violeta: los extremos de una psicología que gravitaba entre la iluminación y la oscuridad, entre la inspiración y la tristeza. Nos aproximamos así a su relación apasionada con la vida, la música, la política, los hombres. Como espectadores nos adentramos en una genialidad que comprendemos fue fruto y víctima de una pulsión bipolar que la llevó finalmente a su trágico desenlace.

La dirección de fotografía a cargo de Joan Miguel Littin es sobresaliente. Los planos fijos frontales tipo retrato se alternan con una cámara en mano, ágil y desordenada, que acompaña a la protagonista durante sus recorridos en el monte. Quietud y vehemencia, claridad y sombra, composición y azar se entremezclan en una cinta que da mucho espacio a lo poético.

Violeta se fue a los cielos ha sido descrita por la crítica como la más autoral de las películas del director chileno Andrés Wood (Historias de fútbol, Machuca, La buena vida, …). Esto se debe en parte a una propuesta visual y sonora que actúa como contrapunto a la actuación, reforzando una sensación de belleza trágica e inquietante, en que se vislumbra la personificación de la muerte o impulso de tánatos. Esta impronta estética se anuncia desde la primera escena en que oímos un sonido perturbador, un ruido sordo, como una puerta desvencijada que se arrastra por efecto del viento. Vemos al mismo tiempo el primer plano de un ojo, que parece humano, pero que es más bien de una gallina, en todo caso, ambiguo. La humanidad de lo animal, o la animalidad de lo humano, los ires y venires entre lo onírico y lo real, entre cordura y locura, soledad y comunidad, parecen estar anunciados en este primer guiño que puede servir como guía para leer la interpretación de Violeta que trasluce este relato.

domingo, 3 de julio de 2011

Los colores de la montaña


Por Ignacio del Valle

Una desafortunada patada termina con el nuevo balón de Manuel en el fondo de una hondonada, aledaña al campo de fútbol en el que el niño juega con sus amigos. En otro lugar o en otra época, el hecho no tendría ninguna importancia, a lo sumo originaría alguna pequeña discusión para decidir quién va a buscarlo. Pero el mundo en que vive Manuel parece haberse desquiciado y la violencia más encarnizada forma parte de la cotidianidad. Ir a buscar el flamante balón, que recibió Manuel al cumplir nueve años, puede significar su muerte o la de alguno de sus amigos, porque la hondonada está sembrada de minas antipersonales. En el pequeño poblado de Antioquia (Colombia), la planicie en la que juega Manuel sirve de campo de fútbol, pero también de pista de aterrizaje para los helicópteros de las FARC o de los paramilitares, algo que cada una de las fuerzas en conflicto quiere evitar a toda costa.

Carlos César Arbeláez reconstruye en Los colores de la montaña (Premio nuevos directores, San Sebastián 2010), con la crudeza que le otorga la sinceridad, un mundo donde no parece haber mucho espacio para la inocencia infantil. Ésta es perseguida, parece condenada a un despertar prematuro y forzoso a la vida adulta. Manuel debe convivir con la desaparición de sus amigos, con la deserción escolar y el éxodo forzado de sus compañeros y con las presiones que sobre su padre ejercen los grupos armados. El conflicto entre ejército, paramilitares y guerrilla se traslada incluso a los muros de su escuela, donde los graffitis cambian de acuerdo a quién ejerce momentáneamente el poder sobre el pueblo. En medio de todo ello, la vida intenta abrirse paso.

En su primer largometraje, Arbeláez, elige el punto de vista de los niños para retratar el conflicto armado que asola Colombia desde hace décadas. Se trata de una apuesta más o menos inédita dentro del cine colombiano, que le permite acercarse al tema sin apoyar explícitamente a ninguna de las tres facciones que luchan entre sí. Para Arbeláez lo que importa no son las razones de esta guerra no declarada, sino más bien sus efectos sobre la población civil, y el empeño de los campesinos por continuar viviendo, por desarrollar, a pesar de todo, una existencia digna, aunque la coerción y la coacción más irracionales lo hagan, a veces, imposible. Es por ello que el acento no está puesto en los grandes actores de la lucha. El conflicto armado permanece casi siempre en segundo plano, fuera de campo, como una amenaza que se cierne constantemente sobre los personajes, pero que sólo muestra su faz en contadas ocasiones. Arbeláez no huye de las escenas de violencia, pero sabe dosificarlas, en una búsqueda sincera por atribuirles su verdadera significación. Con ello evita la banalización del conflicto, es decir, ese acercamiento pornográfico y espectacular al que tanto nos han acostumbrado la gran mayoría de los medios de comunicación masiva.

La estrategia narrativa desarrollada por Arbeláez -el niño como protagonista y la focalización casi constante en él-, fue utilizada en forma reiterada en la última década, en películas del Cono Sur, para abordar desde un prisma nuevo el tema de las dictaduras de los años setenta y ochenta. Se trataba de un acercamiento a esta profunda herida social, nunca del todo cerrada, desde el punto de vista de una víctima desideologizada, completamente inocente e indefensa.

En el campo de la ficción Kamchatka, (Marcelo Piñeyro, 2002) Machuca (Andrés Wood, 2004), Paisito (Ana Díez, 2008) o el sólido cortometraje Veo veo (Benjamín Ávila, 2003) dan cuenta de esta tendencia. En el caso de los directores y de los guionistas de esas películas, el hecho de relatar historias ambientadas en la dictadura, desde los ojos de un niño, tenía mucho de autobiográfico. Esta estrategia permitía una mirada al conflicto histórico a partir de una generación que no jugó un rol protagónico en él, pero que tuvo que crecer bajo regímenes de facto y padecer sus consecuencias. Estos filmes, sobre todo Machuca, retoman en gran medida la senda abierta por Louis Malle en Adiós, muchachos (León de oro en la Mostra de Venecia en 1987), aunque a diferencia del filme del cineasta francés, ambientado en la Segunda Guerra Mundial, el conflicto en el que ahondan los latinoamericanos sigue estando muy presente en sus sociedades.

Los colores de la montaña es, en cierto sentido, heredera de esta tendencia, pero a diferencia de esas producciones el conflicto que relata Arbeláez no pertenece al pasado, y el realizador no forma parte de una segunda generación que cuestione lo que hicieron sus mayores. El recurso de la mirada infantil busca más una identificación emotiva y una denuncia en nombre de la inocencia, que un relato con tintes autobiográficos. Esto la acerca a ciertas recetas del neorrealismo italiano, del que Arbeláez -al igual otros muchos realizadores latinoamericanos- extrae también otras enseñanzas, como la utilización de autores no profesionales, la filmación fuera de estudios y la economía de recursos expresivos. El resultado es un filme sincero, que emociona profundamente, casi sin caer en los fáciles excesos del melodrama.

(Reseña publicada originalmente en la edición de julio de la revista Ventana Latina, Londres).

lunes, 11 de abril de 2011

Entrevista a Antonia Rossi


Por María José Bello N.

¿Cómo construir una mirada cinematográfica subjetiva y periférica a la vez? ¿Desde dónde narrar la memoria para no caer en los tópicos? ¿Es posible crear una autobiografía desde una enunciación plural? El Eco de las canciones (2010), segundo largometraje de la directora chilena, Antonia Rossi, explora las temáticas del exilio y la pertenencia desde una perspectiva íntima, onírica y fragmentaria, indagando en recuerdos, imaginarios, relatos, trayectos personales, texturas de la imagen y jugando con la experimentación del montaje. A través de un relato fresco y vanguardista -construido a base de retazos visuales que van desde animaciones hasta archivos de prensa, pasando por fotografías familiares- lleva a cabo una aproximación profunda y no lineal a la historia y a la memoria personal e intersubjetiva de un país.

En su película, Antonia -quien nace en Europa durante el exilio de sus padres- retoma elementos de su historia de vida, que mezcla con los relatos de otras personas de su misma generación quienes vivieron el exilio en Italia. A partir de los diversos testimonios crea el personaje de una niña llamada Ana, narradora en primera persona del documental. Las referencias a la realidad política a través de archivos radiales, televisivos, videos inéditos e imágenes caseras van punteando el avance de la historia: el golpe, el atentado contra Pinochet, el retorno de los exiliados, las manifestaciones, el plebiscito… historia social e historia personal se entremezclan dando lugar a un complejo entramado que funciona como testimonio político y relato de construcción identitaria.

María José Bello: ¿En qué año empezaste a trabajar en El eco de las canciones?

Antoria Rossi: Me demoré cuatro años. Empecé… ¿en qué año se murió Pinochet?

MJB: En 2006.

AR: En 2006, empecé el año 2006.

MJB: ¿En el momento en que comienzas a hacer el guión ya tenías algunas imágenes de archivo pensadas para el documental o fue a partir de la escritura que empieza esta búsqueda? Me imagino que fue un proceso de investigación bastante complejo…

AR: Sí, fue largo, yo me demoré finalmente como dos años en recopilar todo este armatoste, pero fue un proceso muy paralelo. O sea, yo desecho la idea de hacer una ficción, y empiezo paralelamente a hacer entrevistas. Muchas entrevistas a hijos del exilio, de segunda generación, que tenían una historia como yo, que habían vivido en Italia, que habían nacido allá o habían llegado cuando pequeños. Fueron alrededor de quince…

MJB: ¿Y eran personas que tú conocías o no necesariamente?

Sí. Era gente cercana, que yo conocí allá. Algunos un poco menos cercanos, pero que en general eran de la colonia de allá. Yo intenté reducirme un poco a eso, porque podía entrevistar a miles de hijos de exiliados, pero quería centrar el tema y que estos relatos fueran el espejo de mi experiencia. Tenía el proyecto pero no sabía cómo materializarlo y ahí me empecé a dar cuenta de que lo que quería hacer tenía mucho que ver con esta mirada periférica, que ya había explorado en mi película anterior Ensayo (2005). Dije, bueno, aquí hay algo muy preciso, que está hablando de un lugar distinto, de una experiencia, de una mirada. Y ahí pensé que quería hacerlo con retazos de imágenes, con imágenes que no fueran parte de una historia oficial, sino justamente recoger todo lo que había sido “botado” y que me hablaba de esta periferia. Y ahí empecé paralelamente con las entrevistas y a pedir imágenes, no sólo a los entrevistados sino a cualquier persona. O sea si te conocía a ti por ejemplo te preguntaba: “Tienes videos de esta época a esta época…” Y así empecé a buscar, a recolectar. Conocí a Pablo Salas, que es un camarógrafo de la época y él tenía mucho material: todas las manifestaciones, la parte del metro y muchas otras imágenes son de él. También está (Juan Enrique) Forch, que hizo la propaganda del No, y que tiene un archivo de imágenes. Fui indagando, indagando, indagando… y lo principal era ver, ver, ver. Entonces era súper difícil decir lo que necesitaba. Me decían: ”¿Pero qué necesitai?” “¡¡¡Quiero ver!!!” (risas) Necesitaba ver para saber cómo iba construyendo esa mirada, y así empezó a construirse. Comencé a agarrar trozos de las entrevistas y a construir un poco a partir de estos pedazos.

MJB: ¿Y hay videos de tu familia?

AR: No

MJB: ¿No quisiste incluirlos?

AR: No tenía. No tenía muchas imágenes. Hay imágenes mías, unas que yo hice años atrás. Y hay algunas fotos que sí son de mi familia.

MJB: ¿Cómo fue la experiencia de construir un relato autobiográfico?

AR: Por lo general estos procesos autobiográficos son largos… en los que uno tiene que meterse, meterse, meterse, y generalmente si te quedas en una primera etapa, están muy impregnados de dolor. Una cosa que yo tenía bien presente era que quería alejarme del lugar común, porque yo creo que lo que ha vilipendiado un poco el tema de la memoria ha sido trabajarlo desde allí. Al final todo el mundo habla de memoria, de exilio, de tortura… y a todos les da una lata atroz. Cuando se trabaja desde el lugar común, la gente no logra sentir compasión ni empatía realmente. En un momento yo me di cuenta de que todavía estaba en una etapa muy por encima. Entonces ahí vino todo un proceso de reescritura de guión. Empecé a trabajar con Roberto Contador y ahí comenzamos a escribir juntos y él me empezó a guiar. Hicimos como un monólogo teatral casi, limpiamos el relato e hicimos un trabajo muy lindo, pero muy extenso...

MJB: ¿Tomaste algunos documentales sobre la memoria como referentes?

AR: No tomé muchos referentes la verdad. Vi cosas, pero porque siempre veo… me acuerdo de haber visto Los rubios (2003), una película argentina, muy distinta, y que también toca un poco el tema. La directora es hija de detenidos desaparecidos y va en búsqueda de distintos lugares por donde pasó su padre, pero está ella presente, o sea, es otra cosa. En ese sentido es un poco más tradicional, pero sí tiene la mirada de otra generación, y eso me interesó. Pero en general nunca encontré, por lo menos en Chile, nada que me inspirara en ese sentido. Bueno también es una época en que han ido saliendo muchas cosas, de esta generación… pero yo la verdad es que quería hacer otra cosa, y no por el hecho de “hacer otra cosa” sino que me hacía mucho sentido trabajar el tema desde una subjetividad profunda. Yo dije, ya, voy a narrar desde la cabeza de este personaje -que somos todos- y me hacían más sentido libros que películas. Eso me ayudaba más, porque El Eco de las canciones tiene una cosa como literaria en su manera de relatar.

MJB: ¿Cómo es tu relación con la generación de tus padres? No noté en tu película una mirada que se puede observar en otros trabajos de personas de tu generación cuando hablan de lo que fueron las luchas y las acciones de sus padres, una mirada que se sitúa entre la admiración y el resentimiento por lo que les tocó vivir.

AR: Para mí era bien importante retratar un espacio subjetivo, que toda la relación que uno tuviera con la otra generación pasara únicamente por la vivencia. En la película es una niña la que va narrando y yo sentía que no había un resentimiento real para con los padres. Es una visión personal también, yo decía, bueno, es lo que les tocó vivir. Lo que quería rescatar es un sentimiento mucho más profundo que tiene que ver con una cosa más contemporánea que es esto del no-lugar, un sentimiento que a las personas que han vivido el exilio les afecta más profundamente, por un tema de la prohibición. Tú te ves expulsado de una sociedad, la sociedad no te quiere y yo creo que ese es un sentimiento muy profundo que se instala en las personas que lo viven. Los niños y los jóvenes lo vivíamos desde, o a través, de los otros. Por eso vuelve a nacer la idea de la película a partir de la muerte de Pinochet, porque yo -quizás ingenuamente- pensaba que de alguna manera había mutado el entendimiento de los sucesos históricos del país. Pero cuando vi salir a toda esta manada de gente a favor de Pinochet volví a sentir la misma violencia que sentí en el momento en que llegué a Chile… y ahí dije: esto no ha desaparecido, ni en mí ni en el país. Es algo que hay que desentrañar, porque creo que es una violencia muy socavada, a pesar de que se manifiesta, es algo que recorre otros caminos.

MJB: Es delicado abordar el tema de la memoria porque siempre habrá gente que no compartirá tu posicionamiento. Me parece que a veces se produce un choque entre el público más viejo afectado por el exilio que -al enfrentarse a relatos más personales y menos históricos- se suele molestar porque se esperaba una aproximación política, más ideológica del tema, una historia más lineal y argumentativa también.

AR: A mí me tocaron un par de personajes que se enojaron mucho. Una señora, cuando lo mostré en Roma se enojó y me empezó a gritar… y yo dije, ya está, qué más da. Ella era chilena y vivía desde hace muchos años en Italia. Yo creo que hay una cierta ignorancia, porque pienso que mi película es muy política. Siempre pensé en construir un sistema de resistencia como discurso político a través de todas estas imágenes, de cómo se construyen, de la mentalidad que está detrás de eso…

Leí mucho a Deleuze y me llamaba la atención la construcción de subjetividad que él hacía. Esta construcción múltiple, donde no existe un sujeto, y el tema de los sistemas de resistencia, que para mí es algo muy importante dentro de cualquier cosa que yo hago. Suena fuerte hablar de ignorancia, pero creo que a veces no hay un entendimiento de las nuevas formas de mostrar. O sea también esta cosa que tú dices, que no sea lineal, que la película te agarre y te remueva, para mí son construcciones mentales, formas de mirar el mundo, de entenderlo, y eso es muy político.

Cuando me pasaron estos sucesos, sentí la misma violencia de los fachos, como una cosa que no toleran y que los sobrepasa a ellos mismos. Y bueno, a mí finalmente esta señora en Roma me ayudó, porque se generó mucha discusión. Todos se levantaron y empezaron a hablar y a dar su opinión al respecto y ella al final se fue. Pero también siempre van a haber visiones distintas, y reducciones, se tiende a reducir el lenguaje, a reducir el pensamiento, a decir: “las cosas son así”.

El Eco de las Canciones / HD from Malaparte on Vimeo.