domingo, 21 de noviembre de 2010

Alamar, simplemente cine

Por Ignacio del Valle D.

Pedro González Rubio / México / 2009 / 73 min

Un niño de cinco años, su padre, su abuelo y el mar. Esos cuatro elementos son prácticamente lo único que ha necesitado el realizador mexicano Pedro González Rubio para crear una historia simple, intimista y delicada: Alamar. Habría que añadir un elemento más, la cámara, que González Rubio utiliza con contenida emotividad, con una sutileza elegante que le permite rescatar la luz y el tempo pausado del atolón Banco Chinchorro. Una cámara con la que el realizador reconstruye el hilo cotidiano de la existencia de los pescadores artesanales de origen maya que habitan ese extraordinario paraje. Una cámara y un realizador que se dejan llevar por la belleza, pero sin caer jamás en la postal turística. Se trata de una apuesta arriesgada. Alcanzar la simpleza es difícil. Conseguir emocionar con ella lo es aún más. Alamar lo logra.

El filme ha cautivado a los jurados de algunos de los festivales de cine independiente más prestigiosos del mundo: primer premio en Rotterdam y en BAFICI. También fue distinguido en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse con el premio FIPRESCI a la mejor opera prima. Ahora compite en la selección oficial del Festival Internacional de Cine de Gijón, donde tuvo su primer pase este domingo.

Alamar nos narra la historia de Natan, un niño ítalo-mexicano que deja el ruido de las calles de Roma, para adentrarse de la mano de Jorge, su padre, en el silencio inquebrantable de Banco Chinchorro. Los palafitos en los que viven los pescadores, las faenas cotidianas, las grullas, el mar, el sol, los insectos y hasta los caimanes que habitan la barrera de coral son para Natan los misterios de un paraíso que descubre con la avidez de sus cinco años. Alamar nos invita a reflexionar, sin ningún alarde retórico, sobre la herencia vital, sobre el amor a la vida que se transmite pacíficamente a lo largo de tres generaciones. Se trata de una pequeña metáfora de la relación armónica con el entorno, que durante siglos ha caracterizado a los pescadores de aquel rincón del Caribe. ¿Estamos ante el testamento de un lugar seriamente amenazado por el hombre “desarrollado”? Quizás. Pero Alamar no tiene nada de elegíaco, aunque coquetee con el mito del buen salvaje y del estado de naturaleza rousseauniano.

Sería errado acercarse a Alamar guiándose exclusivamente por su historia. La trama es tan sencilla que sólo funciona como hilo conductor, como hoja de ruta para una sonata donde la música ha sido sustituida por la imagen. González Rubio usa el guión como una simple pauta o como un boceto, pero jamás como una estructura sólida sobre la que construir su relato. En ese sentido, el realizador se nutre de su experiencia previa como documentalista para llevar a cabo su primera ficción. Sin embargo, habría que preguntarse si los límites entre ficción y documental son aplicables a Alamar. Como en muchas otras películas, esos límites parecen aquí obsoletos. González Rubio juega a perderse en la ambigua –y absurda- frontera que separa ambos géneros.

La narración rehúye la anquilosada estructura dramática a la que nos tiene acostumbrado el cine hegemónico. El conflicto brilla por su ausencia y el clímax también, a menos que el punto culminante del filme no esté en la historia, sino que en las imágenes o en la temporalidad que se nos presenta. González Rubio se divierte haciendo patente la presencia de la cámara, que viene a ser el cuarto inquilino, fuera de campo, del palafito en el que habitan los tres protagonistas. El punto de vista bascula constantemente entre una falsa subjetiva y la cámara propiamente subjetiva. El realizador se empeña en hacernos ver que está ahí, entre los personajes. En ese sentido resulta hermosa, por su simpleza, la manera en que se termina desvelando el dispositivo cinematográfico: Natan decide dibujar las cosas que ha visto en Banco Chinchorro; mientras su mano traza formas infantiles sobre el papel, el niño va enumerándolas. Los cocodrilos, el palafito, las mantarrayas. Duda un instante antes de añadir… "¡la cámara!"

Basta aquel pequeño gesto de auto reflexividad para darle una nueva connotación a lo que vemos. Al incluir las palabras inocentes de Natan, González Rubio hace que el filme se interrogue a sí mismo. Se trata, en primer lugar, de un cuestionamiento al papel del cineasta, al lugar que le cabe como observador y creador en aquel rincón de México. No es un ente abstracto ni invisible. Está ahí. Mira, siente, juzga, interactúa con el ambiente que le rodea. Es un sujeto como el resto y lo que vemos es su visión del mundo. En un segundo término, el gesto de Natan es también un cuestionamiento al espectador, porque el pequeño personaje ha destrozado la transparencia detrás de la cual podía parapetarse aquél. De ahí que las palabras de Natan puedan interpretarse casi como una interpelación directa al público, un llamado a la implicación. Sin embargo, la recursividad que encontramos en Alamar huye de la autocitación y de la intertextualidad posmoderna. Es sencilla, sutil y lúdica como toda la película.

¿Documental? ¿Ficción? La cuestión es irrelevante. Se responde con una sola palabra: Cine. Así. Con mayúscula.

Fe de erratas: El realizador se llama Pedro González Rubio y no Rubi como apareció originalmente (la tiranía del autocorrector).

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El verano de Goliat

Por María José Bello N.

Nicolás Pereda / México / 2010 / 76 min.

El título de esta película suena a invitación, una suerte de llamado a descubrir las aventuras veraniegas de un personaje con un nombre singular. Pero conociendo un poco de la filmografía del joven director mexicano Nicolás Pereda (28), sospecho que habrá alguna sorpresa, que el entramado dramático irá más allá de una narración lineal de las vivencias de un período estival.

El verano de Goliat, que se encuentra compitiendo en la categoría largometrajes de ficción del Festival de Cinema Independent de Barcelona, L'alternativa 2010, ha obtenido en el mes de septiembre de este año el premio a mejor película de la sección Horizontes del Festival de Venecia y luego el galardón a mejor película en el Festival Internacional de Cine de Valdivia en Chile, comenzando así un excelente recorrido por festivales.

Se trata ante todo de una película peculiar, intimista pero denunciadora, pausada y a la vez intensa. Promete algo, pero no cesa de cambiar de rumbo. Hay escenas que se nos presentan como documentales, pero de las cuales finalmente no tenemos la certeza que lo sean, hay otras en que pasamos de lleno a la ficción, y algunos espacios inclasificables, experimentales, en que toma protagonismo el ritmo y la textura visual de la imagen por sobre cualquier acción que se desarrolle en ella. En este sentido, me parece que este es uno de los filmes que mejor podrían ejemplificar las teorías que aspiran derribar las clasificaciones de ficción y no ficción en el cine. Esta película podría caber en una categoría más amplia, menos narrativa y más poética, algo así como un “ensayo audio-visual”. El mismo director ha explicado en una entrevista que no tiene ningún problema ético (con la mezcla de códigos del documental y la ficción), que no cree en la total objetividad del documental, porque a fin de cuentas estas realidades están insertas en un mundo de ficción, incluso cuando los personajes cuentan cosas que son verdaderas.

Es una historia coral, que no profundiza en la evolución dramática de los personajes, sino que más bien nos sitúa en un momento concreto de sus vidas, trayendo a colación el pasado que los ha marcado y sin dejar muchas puertas abiertas para su futuro. Goliat (Oscar Saavedra) es uno de ellos, un niño del que se dice que mató a su novia. Teresa (Teresa Sánchez) es la otra portagonista, una mujer de unos cincuenta años que está viviendo el duelo de la partida de su marido quien la ha dejado por otra, y finalmente Gabino, el hijo de Teresa, que está siguiendo una formación militar. Toda la historia se sitúa en un pequeño pueblo rural mexicano.

La película habla sobre todo del abandono -y aunque la precariedad económica también va a ser un tema presente- lo que nos conmueve finalmente es la fragilidad emocional de estos personajes, que se encuentran viviendo un estado de gran soledad. A esta sensación psicológica se le suma una amenaza constante: la muerte. Pereda abre y cierra su película con una entrevista-conversación sobre esta temática. Se habla de la violencia y de la muerte como algo aceptado, habitual, socialmente instaurado, como una característica sintomática de un momento de la historia de un pueblo, pero también de una sociedad y de un país (en un momento hay una alusión directa al México de los narcos).

Los personajes y su comunidad aparecen como empantanados en sus problemáticas. Esto se traduce también a nivel visual y simbólico con imágenes de una selva espesa, con un camino que no lleva a ningún lado, con una mujer que acarrea frenéticamente una maleta con la ropa de su marido sin rumbo, con un río pestilente y pantanoso. Encontramos además un muy interesante trabajo de la banda sonora en que por momentos se amplifican los sonidos de animales e insectos para generar una sensación de amenaza y agobio. El trabajo de cámara es remarcable, especialmente los juegos de enfoque y desenfoque entre las escenas o al interior de un mismo cuadro.

El verano de Goliat evoca por momentos a La Ciénaga (2001), de la argentina Lucrecia Martel: personajes solitarios y desesperanzados en un universo adverso y amenazante, como reflejo de un momento histórico-político complicado en sus respectivos países.

domingo, 14 de noviembre de 2010

L'alternativa trae cine latino a Barcelona


Por María José Bello N.

Desde ayer, y hasta el sábado 20 de noviembre, se está desarrollando una de las citas cinematográficas más esperadas de la ciudad: el Festival de cinema independent de Barcelona L'alternativa, que celebra este año su decimoséptima edición. El auditorio del CCCB, la Filmoteca de Cataluña, el MACBA y el Cinema Maldà reciben durante estos días una vasta programación de largometrajes, documentales y cortometrajes internacionales.

El cine latinoamericano tiene una presencia importante en esta versión del certamen: lo representan cuatro de las siete películas en competición. Se trata de Huacho de Alejandro Fernández Almendras (Chile); Viajo porque preciso, volto porque te amo de Marcelo Gomes y Karim Aïnous (Brasil); Estrada para Ythaca de Guto Parente (Brasil) y la recientemente premiada Verano de Goliat del mexicano Nicolás Pereda (Mejor película de la sección horizontes de Venecia 2010 y mejor película del Festival Internacional de Valdivia, Chile).

Participan asimismo en esta categoría la coproducción vietnamita-franco-alemana Bi Dung Sol, la cinta rumana Francesca y por último, una producción de Malasia y Corea : Woman on fire looks for water.

América Latina también estará presente a través de la retrospectiva “Cine mexicano, miradas compartidas”, una sección que reúne nueve películas realizadas entre 1965 y 1998 con el objetivo de indagar en algunos referentes de la cinematografía mexicana que han nutrido a la generación actual de cineastas de este país. Destacan entre estas películas El lugar sin límites y Principio y fin de Arturo Ripstein y dos filmes de Paul Leduc: Frida, naturaleza viva y Reed, México insurgente. El director Arturo Ripstein estará presente durante el festival y se reunirá con el público el día jueves 18 a las 19:30 en el CCCB con ocasión de la mesa redonda “Cine mexicano: hitos y contradicciones”.

Para más informaciones sobre la programación, consultar el sitio web del evento.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Cine y mito nacional: Independencia y cine histórico en Argentina, Cuba y Chile (1968 – 1976)


Por Ignacio del Valle D.

Si la búsqueda de cambios revolucionarios caracterizó buena parte del siglo XX en América Latina, quizás sean los años 60 y 70 donde ello se dio con mayor fuerza. Agotado el proyecto desarrollista, el continente enfrentaba un contexto internacional de guerra fría, marcado por la Revolución cubana y los procesos de descolonización. Una buena parte de la ciudadanía, en los distintos países, abogó por cambios sociales drásticos y urgentes, que otros sectores tratarían de evitar. Ganó así terreno la polarización social, caldo de cultivo de crisis democráticas y regímenes dictatoriales. A uno y otro lado del espectro político –aunque con connotaciones distintas- se invocaba la idea de “refundar” la nación, de hacer una patria “nueva”, de emprender una revolución. El cine latinoamericano, que vivía entonces su propio proceso de renovación formal, temática y productiva entroncó bien con ese anhelo renovador.

Los diferentes proyectos sociales batallaron por el control de las representaciones simbólicas. Su discurso encontró un eco en propuestas artísticas que plantearon representaciones antagónicas del cuerpo nacional. Asimismo, los diferentes agentes político-sociales buscaron legitimación y sustento ideológico en la Independencia y en el folklor del siglo XIX. Así comenzó a ganar importancia a fines de los años 60 un cine que aludía al nacimiento del estado nación. Se trató en buena medida de filmes donde se desarrollaban alegorías teleológicas: en ellos una corriente política específica –o un régimen- se insinuó como depositaria incorruptible de los valores que emanan de la historia y la tradición nacional. En otras ocasiones la alegoría histórica fue usada para eludir la censura. Este tipo de cine ha sido poco estudiado, abordaremos aquí algunos de los casos emblemáticos de Argentina y Cuba y esbozaremos el proceso en Chile.

El efecto Medusa en el cine histórico-folklórico argentino


El golpe de Estado de 1966 supondrá el inicio de siete años de dictadura en Argentina. Bajo los gobiernos de facto de Juan Carlos Onganía, Roberto M. Levingston y Alejandro A. Lanusse, la precaria situación de la cinematografía argentina se agravará a raíz de políticas que coartarán la libertad de expresión y que se oficializarán a finales de la década con el Decreto Ley 18.019. Ante esta situación los cineastas desarrollarán una actitud de autocensura, un giro hacia temáticas escapistas, como la comedia popular o el musical, y un creciente interés por el drama folklórico-histórico. El auge de este último puede entenderse como una manera de eludir la contingencia de parte de los realizadores que se mantienen dentro de la “legalidad”. Por otro lado, esta forma de producción cinematográfica se inserta en el discurso nacionalista de la dictadura. Alentado por el Instituto Nacional de Cinematografía surge un cine épico, de gesto ampuloso; retrato unívoco de los héroes de la patria y de sus figuras arquetípicas, como el gaucho. En este contexto se inscriben tres films de Leopoldo Torre Nilsson: Martín Fierro (1968), El Santo de la Espada (1970), Güemes, la tierra en armas (1971).

La trilogía supone un quiebre en la obra de este autor. Por un lado se trata de producciones que cuentan con un presupuesto superior al de sus anteriores películas; por otro, en ellas abandona el drama psicológico y el tono intimista e intelectual que lo habían caracterizado. El resultado es un cine con menos aristas, más propenso a la declamación. Si a ello le añadimos la elección de temáticas con fuerte raigambre en el
ethos argentino se podrá entender por qué se vuelve un éxito de taquilla.

En su Martín Fierro, Torre Nilsson se ciñe escrupulosamente al texto original de José Hernández. Los diálogos, sacados del poema original, hacen que éste se erija como un fuerte sustento extra cinematográfico. En las otras dos películas, para abordar el proceso de la emancipación argentina y latinoamericana, Torre Nilsson se centra en dos figuras paradigmáticas: José de San Martín y Martín Miguel de Güemes. El cineasta privilegia una interpretación del pasado donde los procesos históricos se explican por las acciones emprendidas por grandes héroes, que representan los valores de la argentinidad antes incluso de que el proyecto nacional haya cristalizado. Quizás por ello los personajes populares son, como mucho, un retrato de las características folklóricas de una nación aún inexistente.

Para encarnar a Fierro, San Martín y Güemes, el realizador elige a Alfredo Alcón, uno de sus asiduos colaboradores. El dato es significativo, optar por el mismo actor contribuye a uniformar esos tres personajes y establece así un diálogo intertextual entre ellos. Esta estrategia de representación roza el paroxismo en Güemes, la tierra en armas. En dos escenas (merced a una serie de contraplanos) Alcón se desdobla para encarnar a la vez a José de San Martín y a Martín Miguel de Güemes. No parecería aventurado decir que los héroes en las tres películas pueden ser interpretados por el mismo actor porque, en el proyecto de Torre Nilsson, los tres representan manifestaciones análogas del mito nacionalista.

Torre Nilsson lima “asperezas” históricas de San Martín, tal vez por exigencia de la censura y de los militares que vetaron algunas escenas. En la película no se menciona que sea masón, tampoco se dice cuál fue su posición en las luchas de poder de las Provincias Unidas. San Martín parece decidido a liberar su país, Chile y Perú, sin hacer política. “De muy poco entiendo, pero de política menos que nada”, afirma. Se podría aventurar que su discurso es un perfecto tropo de las justificaciones que enarbolarán las dictaduras latinoamericanas, preocupadas de “liberar” a los países de diversos “cánceres”, sin hacer “politiquería”.

La forma de acercarse a San Martín rescata al personaje mítico y no a la persona histórica. En la película el prócer viste siempre de uniforme y es prácticamente inexpresivo. Los pasajes de su vida íntima se abordan de forma sumaria. Demasiado preocupado por la reconstrucción de un personaje salido de estatuas ecuestres, Alcón encarna a un héroe que, como Medusa, parece haber sido petrificado por su propio reflejo. ¿Pero esta petrificación no es acaso un síntoma visible que se repite en todo el cine folklórico-histórico del periodo? Las películas de Torre Nilsson, Antín y Mugica, en su afán por reconstruir “fehacientemente” la Historia ¿no hacen de ésta un objeto de representación petrificada? El cine folklórico-histórico pareciera negarse a sí mismo la posibilidad de abordar los vínculos entre la sociedad del pasado y la del presente. Prisionero de la censura, fosiliza la historia y se fosiliza a sí mismo. Es víctima de las consecuencias que pueda traerle el reflejo de su propia imagen.

La actualización del mito

Una estrategia de representación diametralmente opuesta a la de Torre Nilsson asumirá el Grupo Cine Liberación (GCL) integrado por Fernando Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo. Su producción fílmica, que se desarrolla en la clandestinidad durante el periodo 1966-1973, se caracteriza por una actitud de revisionismo histórico que entronca el mito sanmartiniano –y el peronismo- con las luchas de liberación del Movimiento Tricontinental. Su discurso, influenciado -entre otros- por Fanon, Sartre, Mao, Scalabrini Ortiz y Ernesto Guevara, encuentra su mayor punto de eclosión en La hora de los hornos (1968) y el manifiesto Hacia un Tercer Cine (1969).



Si el sesgo positivista había marcado la trilogía de Torre Nilsson, GCL se caracterizará por una actitud de constante sospecha frente a la historiografía oficial: “Es falsa la historia que nos enseñaron, falsas las riquezas que nos aseguran, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan”, las máximas de Scalabrini Ortiz se presentan al principio de La hora… como una serie de intertítulos sobre fondo negro. El filme sitúa en el proceso de emancipación histórica, el origen de la dependencia política y económica de América Latina frente a potencias extranjeras. Dicho proceso es reinterpretado desde un punto de vista que se opone a la versión canónica impartida en las escuelas: “La independencia de los pueblos latinoamericanos fue traicionada en sus orígenes, la traición corrió por cuenta de las élites exportadoras de las ciudades puerto. El mismo año que Bolívar consolidaba la Independencia en Ayacucho, Rivadavia firmaba en Buenos Aires el empréstito estafa de la banca Baring Brothers”, dice el narrador.

La actitud de sospecha va de la mano con un llamado a redescubrir (o reinterpretar) el discurso de la Independencia desde la óptica de la lucha antiimperialista. Al inicio de Acto para la liberación, la segunda parte de La hora…, se nos indica que estamos ante “notas, testimonios y debate sobre las recientes luchas de liberación del pueblo argentino”. Sin embargo, poco después, aparece en pantalla una orden de San Martín del 27 de julio de 1819: “Compañeros del exercito de los Andes: …la guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos (…) juremos no dejar las armas de la mano, hasta ver el país enteramente libre, ó morir con ellas como hombres de corage”. Estas palabras son acompañadas por imágenes de alzamientos populares y llamados a la acción violenta. El prócer es rescatado de los bronces, para volverse un líder revolucionario, plenamente contingente. Poco importa a Solanas que el San Martín histórico propusiera que los pueblos americanos fueran gobernados por príncipes europeos y estuviera “convencido de la imposibilidad de erigir estos países en república”(1).

La lucha de GCL se libra en el terreno simbólico, tiene como campo de batalla el imaginario colectivo, de ahí la importancia de ganar para su causa las figuras tutelares de la nación argentina. La dictadura, como se ha visto, intentará lo mismo, pero si los regímenes militares coquetean con la idea del tropo o del paralelismo con el mito histórico –“nosotros somos como fue San Martín”- Solanas y GCL plantean la idea de la actualización del mito –“nuestra lucha y la de San Martín son la misma”.

En el plano cinematográfico la actualización es llevada a cabo, en La hora…, a través de una concepción del montaje que recuerda a Dziga Vertov. El cineasta soviético sostenía que se podía construir una película a partir de fragmentos de filmes realizados por terceros, es decir de “trozos de realidad” filmada (“cine-objetos”). El montaje de esos elementos, permitiría la creación de una entidad fílmica (una “cine-frase”) con un tiempo y un espacio propios, que son distintos a los de la realidad (2). Es precisamente eso lo que realizará GCL al entremezclar imágenes fijas y en movimiento de las luchas de liberación de tres continentes; al yuxtaponer secuencias de la oligarquía argentina, con grabados y pinturas de la Independencia; al hacer un solo discurso construido a partir de máximas de San Martín, Bolívar, Martí o Castro. Este procedimiento -influenciado por Vertov y Santiago Álvarez- implica la sustitución de una forma lineal de comprender el tiempo, por otra forma dialéctica de hacerlo. Es así como el proceso de emancipación ya no está anclado en la Historia, sino que forma parte de un continuum, de una lucha que debe ser actualizada por la colectividad que presencia la cinta. De hecho La hora… contempla la interrupción del filme para que se realicen debates a partir de lo que se acaba de ver. No hay, por ello, espacio para la pasividad de parte del público.

La actualización, para Solanas, también comprende los mitos folklóricos. Por ello acusa a Torre Nilsson de no ver en Martín Fierro “el conflicto todavía vigente del pueblo argentino contra la oligarquía” y de “castrar” el pensamiento de Hernández (3). De la crítica, Solanas pasará a la acción: entre 1972 y 1976 lleva a cabo la tortuosa realización de Los hijos del Fierro, un filme proscrito por la dictadura de Videla y que nace, en parte, como una respuesta al Martín Fierro de Torre Nilsson. Su apuesta fue reinterpretar el poema de Hernández, situando la acción en el presente. Para el director, el proletariado argentino es el depositario de los valores de Fierro. Solanas construye, a partir del poema, una alegoría de las luchas del movimiento peronista después del exilio de Perón, en 1955. El protagonista no es Fierro –que simboliza a Perón-, lo son sus hijos, que encarnan distintas ramas del peronismo de izquierda.

La Independencia en el cine cubano

En 1959 la ley de fundación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) estableció que la historia nacional sería tratada por el cine. Sin embargo, sólo a partir de 1968 esta temática ganó importancia. Tres de los siete largometrajes cubanos que se estrenaron entre 1968 y 1969 abordaron el proceso de independencia: Lucía de Humberto Solás, (1968), La odisea del general José de Jorge Fraga (1968) y La primera carga al machete de Manuel Octavio Gómez (1969). A ellos se suman los documentales El llamado de la hora de Manuel Herrera (1969) y Médicos mambises de Santiago Villafuerte (1969). El centenario del inicio de las luchas independentistas (1868) es uno de los motivos que impulsaron el cine histórico; sin embargo, las causas de su preponderancia durante los años 70 habría que situarlas en la compleja situación que atravesaba la isla en ese momento. La burocratización del régimen, el dogmatismo y los primeros fracasos en política exterior, acarrearon una creciente disconformidad de una parte de la intelectualidad cubana, que fue duramente reprimida. El caso de Heberto Padilla, en 1971, es el más conocido, pero no el único. Durante el Quinquenio Gris se arrestó, torturó y expulsó a cientos de intelectuales a raíz de su homosexualidad o de su inconsistencia revolucionaria. Ante esto el ICAIC se replegó sobre sí mismo, temeroso de intervenciones externas que le hicieran perder su autonomía creativa. Como en el caso del cine argentino comercial, la estrategia adoptada frente a un contexto de represión creciente fue la explotación del cine histórico y la evasión de los temas “sensibles” de la contingencia.

La Independencia cubana se reinterpretó a partir del discurso promovido por el régimen, que se auto designaba heredero de ese proceso. Como explica Juan Antonio García Borrero, el Estado Socialista se erigió como “la conclusión histórica inevitable” de cien años de lucha (4). Es por ello que los cineastas cubanos explotaron las analogías entre los héroes del pasado y las figuras del presente –por ejemplo Antonio Maceo y el Che en El llamado de la hora (5)- y mostraron con tintes teleológicos las distintas fases que marcaron esos cien años. Quizás el caso más patente sea Lucía, uno de los filmes latinoamericanos más importantes del periodo. Solás presenta a través de tres mujeres –llamadas Lucía- tres momentos decisivos de la historia cubana reciente: la guerra de Independencia, la lucha contra Machado y la etapa post-revolucionaria. Lucía, en sus tres vertientes, pasará de la sumisión amorosa a la lucha por sus derechos. El film puede ser interpretado como un retrato de la emancipación femenina, pero también como una metáfora de una sociedad que pasa de la alienación a la liberación. Consecuentemente con ello, el universo cinematográfico que construye Solás va de un fuerte expresionismo audiovisual, de corte melodramático, a una comedia violenta pero esperanzadora, al ritmo de la canción Guajira Guantanamera.



Pese a los indudables méritos de Lucía, La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez) y otros títulos como La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1976) el cine histórico cubano de los años 60 y 70 supuso la postergación de una corriente cinematográfica crítica con la contingencia social que había comenzado a manifestarse a través de la obra del propio Alea, Sara Gómez y Nicolás Guillén Landrián. A ello habría que añadir el riesgo de una sacralización y estandarización de los mitos nacionales como la que llegó a producirse en Argentina. Los cineastas cubanos debieron desarrollar aún más su capacidad para jugar con el difuso margen de lo permitido, a fin de no terminar como el artista de La muerte de un burócrata (Gutiérrez Alea, 1966), que es engullido por la maquinaria en la que construye bustos en serie de José Martí.

Chile: la analogía truncada

El caso chileno, con el que cerramos este breve análisis, es quizás una metáfora del entusiasmo, las contradicciones, luchas de poder y ausencia de planes estratégicos que caracterizaron al cine de ese país durante el gobierno de la Unidad Popular. Ya en el Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular (1970) Miguel Littin había rescatado la importancia de las luchas sociales y de los próceres de la Independencia como “herencia legítima y necesaria para enfrentar el presente y proyectar el futuro”. Uno de los principales proyectos cinematográficos del gobierno de Allende sería, en efecto, un film sobre el guerrillero Manuel Rodríguez, la figura de la Independencia con la que la izquierda sentía mayor afinidad. Sin embargo, la película, a cargo de Patricio Guzmán, nunca llegaría a ver la luz. La tensión interna, el bloqueo de EE.UU. y la intervención de la CIA llevaron al gobierno al colapso. Falto de recursos Chile Films –el débil organismo cinematográfico estatal- terminaría por paralizar ése y otros proyectos a finales de 1972 (6). Asediados por diferentes frentes, los cineastas cercanos a la UP habían visto en Manuel Rodríguez –el líder de la resistencia contra la reconquista española- un tropo de su propia situación. La contingencia política y social, empero, convirtió incluso esa analogía en papel mojado.

Perspectivas actuales

Hace cuarenta años, en algunas cinematografías latinoamericanas se empleó la representación fílmica de la Independencia como una forma de legitimación de proyectos políticos y sociales, que quisieron reorganizar las bases de la convivencia nacional y de las estructuras político-económicas de sus países. Aunque la situación ha cambiado profundamente, no deja de ser interesante que, hoy por hoy, al finalizar el año del bicentenario, el viejo sueño bolivariano siga siendo citado por una parte del espectro político y de las sociedades latinoamericanas.

Una serie de producciones audiovisuales han abordado durante este año el tema de la emancipación. ¿Qué estrategias han entablado para tratar este mito fundacional? ¿La petrificación, la analogía, la actualización? Todas y ninguna a la vez. Una nueva política parece haber sido asumida, conscientemente o no –poco importa- por los medios de comunicación masiva, más allá de sus líneas editoriales. Se trata, como apuntaba Diamela Eltit a propósito de los treinta años del golpe de Estado chileno (7), de una política de desmemoria, de una banalización de los procesos históricos a través de la sobreabundancia de imágenes.

1 Edberto Óscar Acevedo, La independencia de Argentina, Madrid : MAPFRE, 1992. p. 191.
2 Georges Sadoul, Dziga Vertov, Paris: Éditions Champ libre, 1971, p. 47-62.
3 Cine, cultura y descolonización, Buenos Aires : Siglo XXI Ed., 1973, p. 95.
4 Cine Cubano de los sesenta: mito y realidad, Madrid: Ocho y Medio, 2008. pp 133-135.
5 Ibid. 261.
6 Jorge Ruffinelli, Patricio Guzmán, Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2001, pp. 119 – 125.
7 “Acerca de las imágenes como política de desmemoria”, Revue Cinémas d’Amérique Latine nº 17, Toulouse : Arcalt - Presses Universitaires du Mirail, 2009, pp. 26 - 33.

(Este texto es una versión reducida de "Reinterpretando el mito nacional: Independencia y cine histórico en Argentina, Cuba y Chile (1968 – 1976)" publicado en marzo en la Revue Cinémas d'Amérique latine nº18, Toulouse, 2010)
El santo de la espada



La hora de los hornos (parte 1)

Lucía