sábado, 30 de mayo de 2009

Impulso de Mateo Herrera


Por Ignacio del Valle

La suerte le ha sonreído a Mateo Herrera con Impulso, su tercer largometraje. El filme, su primera producción terminada en 35 milímetros, se estrenó sin muchas expectativas en los Rencontres Cinémas d’Amérique Latine de Toulouse y terminó llevándose el primer galardón del festival. El premio le permitió a este joven director ecuatoriano acaparar la atención de los medios de su país y del público local. Un público que cada vez puede disfrutar de más producciones nacionales, gracias al reciente apoyo que el Consejo Nacional de Cine brinda a los cineastas ecuatorianos.

Impulso es la historia de Jessica, una adolescente de 17 años, cuya madre ha emigrado hace tiempo a Europa y cuyo padre es un perfecto ausente, al que la chica ni siquiera conoce. Ella se ha criado con su abuela y una tía y, como es previsible –y necesario para fines dramáticos-, la relación entre las tres es tensa y fría. Frente a ello, Jessica se refugia en sus amigos y la música heavy metal. El rechazo que siente de parte de su familia la llevará a escaparse al campo en busca de su padre. Comienza así una historia iniciática en la que Jessica terminará por conocer el amor de pareja. La propuesta de Herrera, sin embargo, es darle un giro a esta historia -tremendamente repetida, la verdad sea dicha-. Para conseguirlo el director introduce elementos fantásticos cuyo fin es darle una densidad y un tempo particular a su filme. A medida que Jessica deja la gran ciudad y llega al campo; a medida que conoce a sus familiares y al primo del que se enamora, se irán introduciendo, poco a poco, una serie de sucesos inexplicables en la narración.

Para Herrera la introducción de estos elementos obedece casi a una cuestión de principios. “Se ha hecho mucho cine latinoamericano sobre realismo social, pero la vida de los latinoamericanos es una vida que está completamente inmersa en la magia. Convivimos con lo fantástico”, explicó en Toulouse. Es precisamente por ello que el filme intenta sumergirse en los distintos aspectos del mundo inconsciente, subvertir la realidad hasta llegar a acariciar aquello que ésta esconde. Todo lo cual, por otra parte, ha sido siempre la tarea del cine fantástico. Como afirma Clément Rosset, “lo fantástico no es lo otro de lo mismo, sino que su alteración: no es la contradicción de lo real, sino que su subversión”.

Para poner en escena esta subversión, Herrera se vale de puertas que se cierran inexplicablemente, duchas que se encienden solas y otros recursos típicos del cine de horror, hacia el que el realizador se siente muy cercano. A ello se suma una música intensa, un par de zoom in inquietantes y, por desgracia, ciertos efectos visuales de eficacia y ejecución dudosas. Dos elementos simbólicos se repiten a lo largo de todo el film: el agua y los espejos. Funcionan como un llamado que atrae a Jessica y son el puente de unión entre ella y su primo. Los espejos sirven también como una metáfora del desdoblamiento del alma a partir del cual se construye la película: en ellos vemos nuestro reflejo y con él aquello que alguna vez pudimos ser, aquello que tememos, que añoramos o que deseamos. El espejo es el mundo de la potencia y, también, una metáfora del cine, pues el séptimo arte aúna a su manera todas estas facultades. “Los espejos mienten”, le dice una tía a Jessica, para explicarle por qué los cubre con un paño. Sin embargo, la verdadera razón de este acto es justamente la contraria: los espejos han sido cubiertos porque rebelan una verdad.

Ahora bien, el mayor problema del filme viene dado por la poca originalidad de los recursos empleados. En su afán por desconcertar a la audiencia Herrera echa mano de una estrategia narrativa similar a la que ya antes habían usado directores como M. Night Shyamalan y Alejandro Amenábar. Como el público ya conoce ese tipo de estrategias, el giro final deja de sorprender y llega a hastiar. Así, cuando termina la historia no es raro que aflore la maldita duda: “Un momento, esto yo ya lo había visto antes, ¿no?”.

A la poca originalidad narrativa, se suman inconvenientes técnicos. Se repiten hasta la saciedad un número escaso de locaciones, que siguen un orden muy esquemático al principio del filme. Además se echa en falta mayor ligereza y fluidez a la hora de concebir y estructurar los planos de las escenas más complejas. Por otro lado, da la sensación de que el director no se siente cómodo con la mayoría de sus actores secundarios. Cuando hablan tiende a mostrarlos de espaldas o en plano general, como si quisiera mantenerlos lejos del objetivo, por temor a que lo traicionen. Un buen ejemplo es una de las escenas en que Jessica charla con su primo: para ella son los primeros planos, para el primo las espaldas y los planos generales. Otro ejemplo de esta falta de confianza es el personaje de la abuela: la cámara se las ingenia para no filmarle casi nunca los labios durante sus escasos diálogos y su voz está claramente postsincronizada.

Todo esto lleva a que el universo que rodea a la protagonista no adquiera nunca verdadera consistencia y profundidad. Herrera hace una introducción muy larga para mostrarnos la vida de Jessica –más de media hora a riesgo de fracturar un filme de alrededor de noventa minutos-, sin embargo, describe esa vida con temor, es como si no quisiera introducirse realmente en ella. Todo el peso dramático recae sobre la actriz principal, Cecilia Vallejo –de un talento promisorio-, que, sin embargo, queda aislada; rodeada de un universo de cartón piedra.

Aparte del trabajo de la propia Vallejo, aquello que contribuye a contrarrestar mejor los errores de Impulso es su fotografía: un blanco y negro muy cuidado, de gran profundidad de campo y algunos planos detalle de excelente factura. A ello se une una buena musicalización, creadora de atmósferas. Es de esperar que estos últimos elementos, un guión mejor trabajado, más atención en el casting y en la labor con los actores den un nuevo impulso al siguiente filme de Mateo Herrera.

trailer IMPULSO from Taladro Films on Vimeo.

sábado, 23 de mayo de 2009

El niño pez: una historia de misterio y erotismo

Por María José Bello N.

La directora argentina Lucía Puenzo vuelve a las pantallas con su segunda película, El niño pez, igualmente provocativa y original que la historia de un hermafrodita de su primer filme XXY (2007).

Inés Efrón y Mariela Vitale protagonizan esta coproducción argentino-española, basada en la novela homónima de Lucía Puenzo, que aborda la compleja relación de amor y pasión de dos jóvenes. Lala (Inés Efrón) es una chica de la clase alta argentina que está enamorada de su empleada doméstica, Guayi, quien es originaria de Paraguay pero ha pasado seis años trabajando en casa de Lala. Juntas idearán un plan para poder escapar e iniciar una vida en pareja, sólo que las cosas irán complicándose más de lo que pensaban.

El niño pez mezcla diferentes géneros: los episodios eróticos dan paso a un ambiente de misterio al más puro estilo de Saura en Cría cuervos, luego hay un viaje iniciático propio del road movie, elementos fantásticos, y un desenlace de película policial. La mezcla de registros le da un sello especial al filme; sin embargo, es también esta hibridación lo que le quita unidad a la historia, creándose distintos ritmos de narración.

Destaca la excelente dirección de actores. Las protagonistas salen airosas de la interpretación de uno de los temas menos abordados de la historia del cine: el amor entre mujeres. El tratamiento no es idealizado ni superficial, Puenzo representa con realismo las dificultades vividas por las protagonistas que están sumidas en un complicado ambiente familiar y terminan siendo víctimas de sus deseos y pasiones. Se trata, sin duda, de un tema tabú, que en este caso es enfrentado con sinceridad y madurez, de manera muy directa y dura, pero bella a la vez.

El incesto es otro tópico que la realizadora ha querido desarrollar en su filme: Los vínculos incestuosos son tan comunes en Latinoamérica, la cantidad de casos son infinitos, están incluso aceptados, o se mantienen sotto voce, lamentablemente no son una rareza. Es curioso que no se haya tratado más en el cine, salvo en pocos casos o de manera indirecta, ha dicho Lucía Puenzo durante una entrevista con el periódico Clarín.

La arremetida de una generación de jóvenes realizadoras latinoamericanas parece estar renovando las temáticas del cine de la región, desarrollando una sensibilidad hacia los asuntos que a ellas les parecen importantes y que no habían sido suficientemente tratados por los hombres, o al menos no con el mismo punto de vista. La atracción erótica entre mujeres en el seno de un hogar ya la habíamos visto insinuada en La Ciénaga (2001) y en una escena de La mujer sin Cabeza (2001) de Lucrecia Martel, aunque de manera menos jugada que en la película de Puenzo; y el incesto es el tema que desencadena la acción en El Camino (2007), de la directora costarricense Ishtar Yasin, en que una niña, que es abusada por su abuelo, emprende la búsqueda de su madre junto a su hermano pequeño.

La presencia de protagonistas femeninas de origen indígena y la introducción de sus lenguas nativas en la trama de la historia, son elementos que también comienzan a repetirse. Nos encontramos frente a una búsqueda de las raíces de algunos personajes, como las empleadas domésticas, que aparecían antes con roles secundarios. Las directoras comienzan ahora a profundizar en su psicología y en su historia familiar. En Play (2005) de la chilena Alicia Scherson, la joven protagonista que cuida a un enfermo terminal es de origen mapuche y ha ido a Santiago a ganarse la vida. Y en La teta asustada (2009) de Claudia Llosa, Fausta, el personaje principal, entona canciones en lengua quechua mientras trabaja para una familia adinerada de Lima. En El niño pez, la Guayi arrulla melodías en guaraní y sueña con ser cantante en su lengua materna.

El origen indígena de una de las protagonistas de la película de Lucía Puenzo introduce ribetes mágicos en la historia que se cristalizan en la leyenda de un niño milagroso que habita al fondo de un lago, una historia que Guayi compartirá con Lala como una confesión.
Creo que la presencia de la leyenda del niño pez en el lago, todo lo relacionado con el agua y lo que está por debajo de la superficie, está ligado más a lo emocional que a lo racional, es algo muy del mundo femenino. Y el encuentro de ellas dos es desde ese lugar, donde se les mezclan todo: su relación es erótica, maternal, amistosa”, ha explicado Lucía Puenzo.

El agua, como elemento simbólico y lugar de encuentro cobra una gran importancia en la historia. Es el hábitat de la leyenda del niño pez, que es un secreto de ambas, pero es también un espacio de comunión física: la bañera de la casa es un refugio para las jóvenes, un remanso de intimidad y protección, aislado de los demás.

sábado, 16 de mayo de 2009

La teta asustada, metáfora de la mujer germinal


Por Ignacio del Valle

El canto en quechua de una mujer resquebraja la oscuridad. El tono triste y resignado con que son entonadas las palabras contrasta con su significado: la descripción explícita de una violación. Ese canto es el testimonio y, también, el legado que una anciana moribunda le deja a su hija, que la está escuchando. La secuencia inicial del nuevo filme de Claudia Llosa, condensa con brillantez la herencia conflictiva a partir de la cual se estructurará toda la historia. Fausta es la hija de una mujer violada durante la guerra del terrorismo que sacudió Perú. Según la tradición popular, las mujeres que entonces fueron abusadas, transmitieron su miedo a sus bebés a través de la leche materna. Estos hijos sufren de la enfermedad de La teta asustada.

Este mal se manifiesta en Fausta como un fuerte retraimiento; sin embargo, la muerte de su madre y la voluntad de la joven de enterrarla en su pueblo natal la obligarán a salir de su hogar para conseguir el dinero del sepelio. Descrito así el filme podría parecer una historia de iniciación más, un clásico bildungsroman; sin embargo, Claudia Llosa –autora también del guión- desde un comienzo sale airosa de este peligro. Y lo hace de una manera insospechada: mediante una patata.

¿Una patata?

Sí. Ese es el elemento que Fausta se introduce en la vagina para protegerse de cualquier violación. Su esperanza es que los brotes que dé ese tubérculo en su interior disuadan a un posible agresor. “Sólo la repulsión aleja a los repugnantes”, explica la joven, que concibe la patata como un “escudo”, a pesar del evidente daño que le provoca. ¿Se trata de una metáfora de la virginidad? Quizá, pero por encima de todo es una actualización de la metáfora, muy presente en el ideario andino, que equipara al cuerpo femenino con la tierra, dada su capacidad germinal. A ello habría que añadir que la patata es un elemento central en las culturas del altiplano.

El cuerpo de Fausta deviene, así, tierra. Su vagina es el campo en el que ella misma planta un bulbo. Sin embargo, mediante esta operación, la protagonista niega su propia capacidad fecunda. La maldición de la teta asustada, se traduce en la incapacidad para aceptar este potencial fértil. El camino de Fausta en el film debe entenderse, por lo tanto, como una senda hacia la liberación, que pasará por asumir su cuerpo y su sexualidad. Se trata, pues, de reordenar los términos de la metáfora feminidad/tierra de manera que en vez de negar su facultad germinal, la refuerce.

Paralelamente, en ese proceso resulta vital para Fausta poder dar sepultura a su madre, es decir devolver a la tierra –origen de la vida- a la persona que la engendró. El filme es rico en este tipo de metáforas cíclicas: “Voy al cielo a regar las flores”, cantan fuera de cuadro las mujeres, mientras la cámara nos muestra la mortaja en la que envuelven a la madre. “Las flores dicen lo que la gente calla”, afirmará más tarde el jardinero con el que trabaja Fausta. Vale la pena detenerse en este personaje, el único hombre adulto con el que la joven interactúa cómodamente. Será él –y no el tío con el que ella vive-, quien pasará a desempeñar el rol de un padre para la protagonista. Entre ambos se desarrolla una relación de confianza estructurada a partir del cuidado de un jardín, pero que tiene como subtexto la metáfora germinal a la que me he referido con anterioridad. Quizá una de las cosas que evidencia mejor la cercanía entre ambos es el uso del quechua. Se trata del mismo idioma en el que Fausta se comunicaba con su madre y, eventualmente, con su familia. Es la lengua de la intimidad, y por ello mismo, la protagonista se negará a utilizarla ante la mujer de la alta burguesía para la que trabaja.

La temática del filme podría sugerir un uso sensual del lenguaje audiovisual que ahonde en la corporalidad. Sin embargo, Llosa prefiere un estilo contenido, intimista, quizá tímido, como el personaje principal. La escala cromática es reducida y los colores están muy poco saturados. El uso de la escala de planos es bastante clásico aunque no por ello descuidado. Hay una preferencia por el plano general y, a veces, por el plano de detalle. En este sentido, sobresale el cuidado con el que están compuestos algunos cuadros, a riesgo -eso sí- de caer en cierto formalismo.

La historia discurre como un ir y venir entre dos mundo, aquél de la alta burguesía -presentado a través de claroscuros que le otorgan un tenebrismo inquietante- y aquél de las clases populares de donde viene Fausta. Al retratar este segundo espacio la realizadora pone en escena una seguidilla de bodas (la familia de Fausta trabaja organizándolas). La elección de este motivo sirve como contrapunto a la angustia de la protagonista y refuerza la metáfora germinal; sin embargo, el tratamiento es distante y caricatural. Es el espacio de la cumbia y los arreglos kitsch. A ello se añaden como notas discordantes en el filme ciertos diálogos didácticos (“Papá yo soy tu única hija”) y problemas en la dirección de los actores secundarios.

Sin embargo, se trata de elementos que no logran empañar un filme innovador, que ha obtenido con justicia el Oso de Oro del Festival de Berlín. "Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar al hijo del fondo de la tierra", escribió Neruda. A modo de conclusión diría que Claudia Llosa ha sabido hacer suyos aquellos versos, para después revertirlos. El acento ya no volverá a recaer sobre el labriego que se abre camino en una tierra-mujer, sino más bien en una mujer germinal que busca quitarse de encima la pasividad que otros le han impuesto.

viernes, 8 de mayo de 2009

La mujer sin cabeza y el imaginario de Lucrecia Martel

Por María José Bello N.

La mujer sin cabeza (2008) es la última película de la directora argentina Lucrecia Martel (La Ciénaga, 2001; La Niña Santa, 2004). Cuenta la historia de Verónica, una mujer salteña, dentista de profesión, que tras un accidente en auto y luego de superar el shock inicial, queda en un estado de confusión y de pérdida de la memoria que aparentemente no le impiden seguir desenvolviéndose con naturalidad en su ambiente cotidiano.

La película, que fue abucheada en la proyección para prensa especializada en el Festival de Cannes del año pasado, ha despertado reacciones encontradas en la crítica: “que no está a la altura de La Ciénaga”, “que la historia es ambigua y no se entiende”, “que el personaje es monótono”, son algunos de los comentarios emitidos por sus detractores. Sin embargo, quienes la defienden, valoran por sobre todo el peculiar estilo cinematográfico de la directora que luego de tres películas es reconocido ya como el sello Martel: una cámara ágil y movediza, un juego con los encuadres, el desenfoque y el fuera de campo; una densidad sonora importante; y una presencia de los cuerpos (de sus formas, texturas y sudores) totalmente innovadora. Cada actor dirigido por ella adquiere una personalidad única. Cada película de Lucrecia Martel es una experiencia potente, mágica y difícil de digerir. Un rico imaginario visual y sonoro que engolosina y satura a la vez. Se trata de historias de suspense con toques del género de horror, ambientadas siempre en la provincia de Salta, de donde ella es originaria.

La trama de La mujer sin cabeza puede ser un poco básica o banal y no radica en ella el mérito de la película, sino en el mundo que representa la directora: la situación en que se encuentra Verónica, el personaje central, y cómo su confusión -y la de los demás- se traducen en un lenguaje cinematográfico inquietante y psicológicamente opresivo. “No quería dar una respuesta absoluta sobre el estado del personaje, de qué era lo que le pasaba a ella, me pareció que la película entera tenía que ser como su estado”, ha explicado Martel en una entrevista.

Tenemos por un lado a esta protagonista, a quien vemos generalmente en planos cerrados, nos empapamos de su gestualidad, nos interiorizamos de sus dudas, y de cómo intenta adaptarse a un mundo que de pronto le parece desconocido. No reconoce los lugares ni a su familia. De repente parece recordar, pero luego comprendemos que está perdida: el espectador se vuelve su cómplice. Poco a poco vamos descubriendo su psicología, su angustia y nos enteramos que además del perro que atropelló en el episodio inicial, al parecer hay una víctima humana.

Por otro lado están los demás personajes, entre los que destacan su marido, una pareja de amigos y el hermano : ellos aparecen generalmente desenfocados en el trasfondo, o fuera de campo. Parecen espectros que desfilan frente a la cámara, de izquierda a derecha y viceversa, siempre en tránsito, pero a la vez encerrados en un espacio limitado y claustrofóbico, que no los conduce a ninguna parte. Ellos representan al mundo social de una clase acomodada de provincia que intenta a toda costa evitar el descalabro familiar y el desprestigio de uno de los “suyos”, de esa gente bien que siempre es ejemplar. Es así como fingen que todo sigue igual, y orquestan a espaldas de ella una serie de acciones que taparán la presunta muerte de un niño en el accidente.

No quisiera terminar esta crítica sin referirme a la presencia de los personajes populares, que están también en las demás películas de la directora. Su sola existencia como seres sin una mayor profundidad, totalmente intercambiables, es una denuncia al clasismo presente en Salta, y por extrapolación en Argentina y en América Latina en general. Los “negros” son muchos, son la mayoría de hecho, están siempre presentes e incluso establecen relaciones con los protagonistas (generalmente de servidumbre). Pero son "ninguneados" y su partida o desaparición no afecta de manera determinante el estado de las cosas, aunque haya una muerte de por medio. Porque el valor de la vida suele depender de la clase social a la que se pertenezca.


sábado, 2 de mayo de 2009

La Nana, de Sebastián Silva.



Por Ignacio Del Valle

En su novela Un mundo Feliz, Aldous Huxley describe una sociedad dividida en castas: los Alpha, Beta, Gamma, Delta y al final, aquellos seres inferiores llamados Epsilon. Se trata de la misma lógica que han seguido los economistas chilenos al crear las categorías sociales ABC1, C2, C3 D y E (¡Oscar Wilde tenía razón, es la vida la que copia al arte!). ¿Pero qué es lo que ocurre cuando un Epsilon (E) vive durante veinte años al seno de una familia Alpha (ABC1)? ¿Qué tipo de relaciones ambiguas se establecen entre ellos? La última película de Silva indaga precisamente en estas problemáticas.

Vemos a Raquel, "la nana" (empleada doméstica en Chile), quien come en la cocina mientras la familia está cenando en el comedor. Escuchamos las conversaciones de los patrones, pero ellos están fuera de campo. La cámara sigue en la cocina puesto que es la historia de Raquel la que importa. Esa es la apuesta de la película. Se trata de invertir el orden tradicional y de poner en el cuadro a quien habitualmente está escondido.

"Raquel llega muy joven a esta casa e inevitablemente se siente parte de la familia, aunque todo el tiempo se le está recordando que ella no pertenece al núcleo familiar", ha explicado el director durante el pasado festival de Rotterdam.

Sin embargo, el filme de Silva dista mucho de ser una crítica social explícita. La angustia de Raquel, su desconfianza hacia las demás nanas, la afección que se establece entre ella y sus patrones: todo el universo del personaje es abordado a veces de manera hilarante, otras de forma crítica, pero siempre con ironía. "No hay culpables, dice Silva, la familia no es tiránica ni esclavista, es simplemente un fenómeno que existe en América Latina, una herencia del colonialismo".

Un fenómeno que el director conoce bien. Proveniente de una familia acomodada, el cineasta encuentra la inspiración en su recuerdo de las empleadas que vivían en su casa. Aunque la película dista mucho se ser un retrato autobiográfico, las relaciones con su infancia son innegables. Lo más interesante es la locación de la película: es la casa de sus padres. Estos guiños, que pueden pasar desapercibidos para el espectador, son la prueba de una reflexión sincera del director acerca de su experiencia personal.

Encontramos estos cuestionamientos también en la forma de filmar. La cámara tiembla, duda, se mueve: este dispositivo dinámico denota una clara intención por señalar que la película no ofrece una visión, sino una mirada personal. Mirada que demuestra que incluso en un mundo dividido en individuos Alpha y Epsilon, la vida diluye las categorías fijas.

Artículo publicado en "La Película, le quotidien des Rencontres Cinémas d'Amérique Latine de Toulouse" Martes 24 de marzo de 2009.

Nuevos autores para el cine chileno

(artículo publicado por María José Bello en la Revue Cinémas d'Amérique Latine de Toulouse, nro. 17)

El Cielo, la Tierra y la Lluvia (2008) de José Luis Torres Leiva.

En Chile, a partir de fines de los años 90, la producción cinematográfica ha tenido un crecimiento sostenido. En 2008 se batió el récord de estrenos de películas nacionales con 25 films locales en los cines chilenos, una cifra muy significativa si consideramos que el promedio de los años anteriores era de aproximadamente 10 films.

Diversos factores han contribuido a este importante despegue de la producción, entre los que destacan una política estatal de fomento al cine a través de fondos concursables y una ley del audiovisual creada en 2004; la profesionalización de la actividad debido al surgimiento de nuevas escuelas de cine y un descenso de los costos de realización gracias al digital. Otro factor a considerar es la estabilidad política. La anulación de casi toda creación cinematográfica durante la dictadura (1973-1989) hizo que a comienzos de los noventa hubiera que partir de cero en la reconstrucción del cine nacional y hoy, tras casi 20 años de democracia, se comienzan a cosechar los frutos del proceso de transformación social y política que ha vivido Chile. A esto se suma un trabajo sostenido del sector audiovisual y del gobierno por levantar los cimientos de una industria cinematográfica.

Hay que dejar claro que esta industria es aún incipiente. El explosivo aumento de la producción es un buen síntoma, pero queda mucho por hacer en términos de políticas de distribución y exhibición. Las películas se hacen pero se ven muy poco, lo que tiene también directa relación con el tamaño del mercado chileno que cuenta con sólo 262 salas a lo largo del país, la mayoría de ellas con una arrolladora predominancia de films norteamericanos en cartelera. Entre los 25 estrenos chilenos del año 2008 figuran películas de estilos muy diversos.

Esta variedad ha enriquecido el panorama fílmico dando cabida en los cines tanto a películas con una clara vocación comercial, como a producciones con una mirada más íntima, del tradicionalmente denominado cine de autor. El surgimiento y la consolidación de estos nuevos autores en los últimos años es uno de los principales logros del cine chileno. Se trata de cineastas jóvenes, los cuales han sabido sacar adelante proyectos con un punto de vista muy personal, logrando con sus películas un reconocimiento nacional e internacional importante. Se han destacado: Matías Bize (Sábado, En la Cama, Lo Bueno de Llorar), Alicia Scherson (Play, Turistas), Sebastián Lelio (La Sagrada Familia), José Luis Torres Leiva (El Cielo, la Tierra y la Lluvia), Pablo Larraín (Fuga, Tony Manero) y Cristián Jiménez (Ilusiones Ópticas), entre otros.

Algunos de los realizadores más importantes de esta nueva generación y los productores que han trabajado con ellos hacen un análisis del panorama del cine nacional.

Pablo Larraín y Juan de Dios Larraín

Son hermanos y crearon juntos la productora audiovisual Fábula, bajo cuya estructura realizaron Fuga en 2006 y Tony Manero en 20082. Ambas películas fueron dirigidas por Pablo y producidas por Juan de Dios. Tony Manero tuvo una excelente aceptación en festivales de diversos países, ganando el premio a mejor película en Turín y en La Habana 2008. El film narra la historia de un psicópata de edad madura que durante la dictadura militar se obsesiona con el protagonista de Fiebre de Sábado por la Noche; una metáfora de la evasión, la locura y la decadencia de un período negro de nuestra historia.

¿Cómo evalúas el año 2008 para tu carrera?

Pablo: Es un súper buen año el que he tenido y es un muy buen momento para el cine chileno y el cine latinoamericano en general.

¿Qué piensas de la participación que ha tenido Tony Manero en festivales internacionales?

Juan: Ha sido una tremenda sorpresa, la verdad es que nunca pensamos que iba a tener tanta repercusión en el circuito internacional. Hemos ido a festivales que tienen un prestigio enorme, estuvimos en Cannes, en Nueva York, Turín, Londres, La Habana, y vamos al Bafici.

¿Cómo surge la historia de esta película?

Pablo: Es una interpretación que hicimos un grupo de artistas a partir de una serie de hechos de la historia reciente de Chile.

¿A qué atribuyes la buena acogida que están teniendo las películas chilenas en el extranjero?

Pablo: En general son películas muy honestas que no pretenden instalar otra cosa que el imaginario nuestro y eso se nota. Se trata de historias narradas con mucha verdad, con mucha fuerza, con una textura propia y eso es muy sano. Se está creando una identidad cinematográfica a partir de nuestras formas de entender la realidad. Y hay mucha diversidad. Entre los estrenos chilenos de este año (2008) hay películas muy diferentes entre sí, películas de zombies, de ciencia ficción, etc.

¿Se puede hablar de lazos temáticos o estilísticos entre los diferentes directores?

Juan : Yo creo que son estilos personales, pero ha pasado que las películas que han tenido buena aceptación en el circuito internacional como las de Torres Leiva, Huacho de Alejandro Fernández y el mismo Tony Manero, tienen una mirada en común, una manera de hacer cine que tiene la particularidad de mostrar una mirada de Latinoamérica y de Chile muy interesante, y eso ha abierto muchas puertas afuera.

¿Cuál ha sido el rol de los productores en todo este proceso de auge del cine chileno?

Juan: Hay una profesionalización en la actividad cinematográfica que en parte ha sido gracias a los productores. Es el caso de Bruno Bettati, de lo que hizo Úrsula Budnik, de lo que está haciendo Adrián Solar o el mismo caso del trabajo que he hecho yo. Tiene que ver con generar redes, con ver que las películas funcionen en el circuito internacional o que el tema de la distribución hay que verlo antes de estrenar la película en Chile. El productor ha asumido algunas tareas que en el pasado realizaba el director. El director antes hacía todo: escribía el guión, dirigía, producía, editaba. Creo que se ha logrado una mayor eficacia, un trabajo más específico. Son más cabezas pensando al mismo tiempo en tareas distintas, entonces uno se especializa en una actividad determinada y se logran más cosas en menos tiempo.

Alicia Scherson y Macarena López

En 2005 Macarena López produjo Play, la ópera prima de Alicia Scherson. Hoy son socias en La Ventura, empresa productora que estuvo a cargo de la realización de Turistas (2009), el segundo film de la directora. La Ventura apoya el cine de otras jóvenes realizadoras chilenas y se ocupará además de la producción del próximo proyecto del cineasta José Luis Torres Leiva.

¿Se puede hablar de la existencia de una nueva generación de cineastas chilenos?

Alicia: Es un tema polémico. En el 2005, cuando aparecieron películas como Play, la Sagrada Familia, En la Cama, se empezó a hablar de la nueva generación, del nuevo cine chileno pero este término nombra ya a otra generación, que fue la generación de los 60, y yo creo que nosotros tenemos una unidad en términos de edad, pero no una unidad estilística ni un manifiesto, porque no son tiempos de manifiestos. Pero sí hay una diferencia a partir del año dos mil cuando surgió una especie de entusiasmo renovado, unido a las nuevas escuelas de cine y a la presencia del digital. Yo creo que hay cosas comunes en este grupo de gente, como el descubrir nuevos circuitos de distribución y optar por hacer películas más personales. Hacer cine en los 80 o en los 90 era una actividad muy solitaria. Había muy poquitos directores que se encontraban de repente. Nosotros somos bastantes más, tenemos más apoyo entre nosotros, nos conocemos, y hay un poco de masa crítica.

Macarena: Si te refieres a una nueva generación como un movimiento, yo pienso que no existe. Realmente falta una construcción teórica alrededor de todas las obras que están produciéndose. Pero yo creo que no es necesario porque simplemente el hecho de su existencia como tal -más allá de una sincronía en sus temáticas- ya es suficientemente potente. Hay una diferencia con los años anteriores en que se estrenaban muy pocas películas y tú sabías que iba a venir una de Littin, al año siguiente una de Justiniano, después una de Caiozzi. La emergencia de toda una camada de nuevos directores yo creo que enriquece mucho más el panorama y es interesante como tal.

Lo que sí tienen en común son los procesos de producción, tipos de financiamiento, etc.

Alicia: Sí, ocupamos los mismos circuitos de distribución, los mismos fondos. La máquina de producción detrás de las películas es muy parecida, no de todas, obviamente. Hay directores que están en circuitos más industriales, pero hay un grupo que está asociado por ejemplo al festival de Toulouse, a Rotterdam, a los fondos públicos. Son los directores de un cine personal, de bajo presupuesto, y que tienen entre 25 y 40 años.

¿Cómo ha sido la experiencia de ser directora en un medio esencialmente masculino?

Alicia: No tan difícil, porque yo creo que no ha habido una mala disposición a priori. Hay cosas que son muy de fondo. Por ejemplo, cómo se relaciona la gente con la imagen de una mujer creadora. Y más encima creadora en este rol de coordinación de un equipo, como es en el cine, a diferencia de una creadora solitaria como una pintora por ejemplo. Aquí no sólo tienes que crear sino que además tienes que liderar un grupo. En general no me quejo, solamente que hay muy pocas directoras.

¿Cuál es el momento más difícil en la producción de un film?

Macarena: En la distribución y exhibición hay un problema, que está dado por el aumento de las producciones nacionales. Mientras que la cantidad de gente que ve películas chilenas se mantiene constante, el número de películas que se estrenan ha aumentado muchísimo, entonces el público se tiene que repartir entre más estrenos y cada película tiene menos espectadores.

¿Esto quiere decir que las películas chilenas compiten por estar en cartelera?

Macarena: Todavía no hay escasez de pantalla, o sea, si quieres poner tu película al menos una semana va a estar, no así en Argentina dónde sencillamente no te la toman… yo creo que vamos hacia allá, pero todavía no ha ocurrido.

José Luis Torres Leiva, Cristián Jiménez y Bruno Bettati

José Luis Torres Leiva (El cielo, la tierra y la lluvia, 2008) y Cristián Jiménez (Ilusiones Ópticas, 2009) realizaron su primer largometraje de ficción con la producción a cargo de Bruno Bettati. Su productora Jirafa, que está localizada en la ciudad Valdivia a más de 800 kilómetros de Santiago, ha contribuido a desarrollar un polo audiovisual en el sur de Chile y a descentralizar la actividad cinematográfica.

¿Qué tipo de historias te interesa contar?

José Luis: Me interesa poder contar historias pequeñas, casi anécdotas o quizás historias que a muchos no les interesaría contar. Me gusta también poder concentrarme en otros puntos, como el sonido, la atmósfera, la estética. El conjunto de todo eso hace una historia para mí.

Cristián: Desde que estaba en el colegio escribía cuentos y creo que ya en esos primeros relatos había un rollo entre divertido y melancólico. Durante algún tiempo estuve obsesionado con que las historias fuesen abstractas, que no hubiese más que mínimas referencias. Como si los cuentos pudiesen ser la traducción de algo escrito en otro lado o en cualquier lado y sin que sea muy obvia la época.

¿Por qué eligieron trabajar con la productora Jirafa en sus proyectos?

José Luis: Porque tenía la idea de filmar en el sur de Chile -mis papás son de allá- pero yo no conocía esta zona. Cuando me contacté con Bruno yo tenía una primera versión del guión que después cambió mucho cuando fui a recorrer los lugares donde íbamos a filmar. Creo que Jirafa ha podido levantar una productora que no necesita estar ligada a Santiago para sacar sus proyectos adelante, no sólo en la parte técnica, sino que en la parte humana, y eso es un logro muy grande para una productora que permanece al margen de la capital y por lo mismo le ha permitido generar proyectos más personales y quizás más arriesgados.

Cristián: Como soy valdiviano y me interesa filmar allá, la alianza con Jirafa es- por así decirlo- una alianza natural. Creo que lo que ha hecho destacar a la productora es un enfoque en su trabajo, donde se combina un aprecio por el cine que podríamos llamar independiente (a falta de una palabra mejor) y un profesionalismo bien estricto en la gestión, operando con fluidez tanto a nivel regional y nacional como internacional, algo que para mis proyectos es muy importante y no sé si hay muchos productores capaces de hacerlo.

¿En qué fase comienzan a trabajar con los directores?

Bruno: A nosotros no gusta empezar cuando la idea está en guión, pero cuando ha tenido ya un rato de desarrollo. No es algo que se le ocurrió a alguien la semana anterior, sino alguien que lleva un año en escritura por ejemplo. Significa que el director ha estado dándole vueltas al asunto, que tiene algo concreto que poner en marcha en el proceso industrial. Hacemos desde Thriller hasta Cinearte. Nos hemos preocupado de empujar iniciativas muy diferentes, pero sí tratando que esos proyectos lleguen a 35 mm., o que por lo menos tengan algún tipo de distribución masiva.

¿Cuáles son los factores que han favorecido el auge del cine en Chile?

Bruno: Son varias cosas creo yo. Lo primero es que hay autores, hay creadores y esos creadores vienen de años de Fondart. Originalmente se inventó este fondo para asegurar que hubiera creadores, porque sin ellos no había nada más. Es un buen punto de partida creo yo. Segundo, hay un apoyo del estado importante. No sólo económico, con el hecho de que haya ley propia y fondo propio, sino además con que varias de sus reparticiones colaboren y haya más coordinación, antes en Chile no había eso.

¿Cómo vislumbras el futuro del cine chileno?

Cristián: Espero y confío en que nuestras mejores películas están por venir. Si bien hay dificultades desde el punto de vista de la exhibición y los productores están sufriendo, creo que en términos creativos es un gran momento. Se está formando masa crítica, hay cada vez más gente pensando y escribiendo sobre cine, y el hecho mismo de que se estén produciendo tantas cosas creo que es muy estimulante para todo el mundo.

El telón de azúcar: memorias de los hijos del Che

Por María José Bello N.

Camila Guzmán regresa a Cuba, su país de infancia, para hacer un documental acerca del pasado. ¿Qué ocurrió con el sueño socialista después de la caída de la Unión Soviética? El telón de azúcar es un relato personal y nostálgico acerca del ocaso una ideología y el desencanto de una generación. Cuba fue el país que acogió a Camila y a su familia, luego de que su padre, el cienasta Patricio Guzmán, se exiliara a causa del golpe de estado chileno. Corrían los años 70 y la revolución cubana estaba en pleno apogeo. En ese ambiente de optimismo, solidaridad y estabilidad económica creció la documentalista, quien actualmente reside en Francia. El telón de azúcar es un homenaje a aquellos años -que ella define de mucha felicidad- a la vez que un cuestionamiento al rumbo que tomó la revolución y a la precariedad económica en la que cayó el país luego del fin de la Unión Soviética.

El documental es un ejercicio de memoria, de volver a los espacios recorridos, de recordar los momentos vividos por ella y toda una generación educada en los ideales de la revolución. Hay constantes paralelismos entre lo que ellos vivieron, y el presente de los niños de hoy. "Seremos como el Che" recitan y recitaban entonces los estudiantes en los colegios. Los lemas se mantienen, pero en el presente parecen despojados de contenido.

El punto de quiebre es la caída de la Unión Soviética y la situación de orfandad en que queda la isla. Se acaba el apoyo económico y comienza el llamado Período Especial. Se abordan las típicas temáticas del empobrecimiento que ha sufrido a partir de entonces la educación, el transporte público, el problema de la falta de alimentos, y el surgimiento de una doble economía -una en moneda nacional y otra en dólares- lo que ha dado nacimiento a la desigualdad.

Las imágenes testimonian el proceso de decadencia. La cámara se pasea por las salas de clases, completamente degradadas, que dan cuenta del paso del tiempo y de una pobreza que se vuelve sistemática. Los ex compañeros de Camila, que ahora tienen alrededor de 30 años, recuerdan la abundancia de su época, en que la escuela los proveía de todo, incluso de una alimentación de lujo. En cambio, se nos muestra a los jóvenes en los comedores de hoy, con unas raciones muy controladas de lo poco que hay para comer. Vemos los textos escolares con los que trabajan, que no han podido renovarse ni actualizarse, desgastados de tanto uso, mudos testigos de un pasado mejor.

La técnica del documental es sencilla, pero muy efectiva a la vez. Hay un permanente uso de la cámara en mano, opción coherente con el deseo de hacer un relato personal, en que la propia realizadora registra los lugares y entrevista a sus amigos. Un novedoso elemento narrativo son los coloridos dibujos infantiles que aparecen a lo largo de la película, que correponden a ilustraciones que hizo la propia cineasta cuando pequeña. La voz de Camila está también presente a lo largo de todo el film, ya sea cuando pregunta, como cuando relata sus anécdotas, comentarios, o sensaciones.

De especial intensidad es la escena en que entrevista a su madre. Vemos a la realizadora reflejada en un espejo mientras conversa con la única integrante de la familia que se ha quedado en Cuba. Los padres se separaron y ambas hijas se radicaron en Europa, la madre sigue ahí, anclada al país que le permitió salir del horror de la dictadura chilena y encontrar un refugio de paz y esperanza, que ella hizo su patria.

El telón de azúcar es una historia íntima, sencilla y de una honestidad profunda, que analiza la realidad sin entregarnos una visión maniquea de Cuba. Indaga en los recuerdos y constataciones de una joven que pese a haber partido, recuerda con añoranza los buenos años, aquéllos de verdadera construcción revolucionaria en que se forjaba al hombre nuevo, a los hijos del Che.
(publicado el 07/01/2008 en www.plagio.cl)


viernes, 1 de mayo de 2009

El Otro, silencio azul.


Por Ignacio Del Valle

El cine puede volverse mínimo, trabajar con pocos elementos, rehuir el diálogo, apostar por la divagación narrativa. Es posible simplificar la anécdota hasta las últimas consecuencias. El cine latinoamericano es capaz de desechar el barroquismo que lo ha caracterizado durante largo tiempo.Demostrar lo anterior parece ser la apuesta del director Ariel Rotter en “El Otro”.

El film, que compite en la selección oficial del 14° Festival de Valdivia, es una clara opción por lograr una película íntima frente a la saturación sensorial a la que nos tiene acostumbrados el cine industrial de los últimos tiempos. El punto de partida de “El Otro” es simple: Juan Desouza, un abogado de mediana edad, viaja desde Buenos Aires a Entre Ríos por motivos laborales; sin embargo, decide quedarse allí más tiempo del previsto. Se trata de un personaje cuarentón, en crisis, que se enfrenta a la inevitable “maldición” de envejecer. La narración gira en torno a sus dudas y a las decisiones que, sin mucha premeditación, va tomando.

Alrededor de Juan se despliega una larga serie de antítesis o, tal vez, de dualidades. La vejez y la juventud; la gestación y la muerte; lo urbano y la naturaleza, lo cotidiano y lo nuevo... Todo ello forma parte de un mundo por el que Juan camina como por el filo de una navaja. Una balanza de la que Juan parece ser su fiel. Un fiel inestable, de 46 años, que al más leve soplo puede caer hacia un extremo o el otro.

La historia es antes que nada una reflexión sobre la identidad. Quién es Juan, quién podría (o querría) ser y quién seguramente será, son las tres preguntas que enmarcan al personaje. Por ello no es una casualidad que desde un comienzo y durante toda la película Juan se vea obligado a dar su nombre y decir su ocupación a distintas personas. No es tampoco una casualidad que esas identidades vayan cambiando a lo largo de la historia a medida que cambia el personaje. Una película que tiene una crisis de identidad como eje podría caer en la tentación de volverse discursiva, un riesgo mayúsculo cuando se están abordando las viejas preguntas existenciales.

Sin embargo, “El Otro” está en las antípodas de la pregunta retórica, el soliloquio, las frases ingeniosas o los diálogos complejos. Parece huir de todos ellos con cierto escrúpulo y con una fuerte dosis de timidez y pudor. “El Otro” está a diez años de distancia cronológica y en un universo estético casi opuesto al de “Martín (Hache)”, por ejemplo. Así, en la película de Rotter ni existe ni podría existir el ya clásico Dante el amigo gay creado por Adolfo Aristarain, ese personajeque funciona como una especie de conciencia del resto, que sirve como compañía constante, sabia y desengañada, que es una suerte de Mefistófeles postmoderno.

Por el contrario, Rotter se embarca en un film donde el diálogo ha sido sustituido por la mirada, con toda su carga expresiva. Una mirada que se vuelve intensa e introversa, a la vez. Los personajes se comunican más a través de ella que mediante la palabra, un recurso que se reduce casi al mínimo, que se reserva para algunas frases cotidianas. La mirada, en cambio, triunfa. La película comienza con ella: Ariel Rotter nos pone en los ojos (y no ante los ojos) del protagonista durante una consulta al oftalmólogo. Son esos ojos que la edad ha vuelto miopes los que querrán abrirse a una mirada nueva y, tal vez, a una identidad nueva.

De forma coherente con lo anterior, la narración sigue las divagaciones de Juan Desouza –interpretado sobria y elegantemente por un galardonado Julio Chavez- y juega también a divagar. Es difícil saber qué caminos seguirá, se abren ciertas posibilidades a lo largo de sus 83 minutos de duración, que no son tomadas y se siguen ciertos rumbos que no estaban previstos. Rotter sabe lo que quiere contar, pero se toma tiempo y juega con placer a seguir distintos rumbos, a dejarse llevar por un azar aparente dentro de una historia mínima, contada con recursos simples, pero cuidados hasta el mínimo detalle.

Una especial mención debe hacerse a la Dirección de Fotografía y de Arte a cargo de Marcelo Lavintman y de Aili Chen, respectivamente. Su trabajo permite hacer de “El Otro” una película donde el qué pasa a ser menos importante que el cómo, lo cual, en este caso, debe considerarse como un aspecto positivo dentro de la apuesta global de la cinta. Se trata de una historia donde el color juega un rol protagónico. “El Otro” es melancólicamente azul. La camisa de Juan, los azulejos del baño, las luces de la calle, los escaparates de las tiendas y los jarrones de las habitaciones son de un azul frío que se mantiene como una presencia sutil y para nada forzada. Hacia la mitad de la película el azul entrará en una suerte de pugna con el rojo que se expande por los muebles y la decoración del hotel en el que pasa sus noches Juan. Este último color aparece precisamente en el momento en que el protagonista decide cambiar, casi como un juego, su identidad. Sin embargo, la melancólica omnipresencia del frío azul a la larga y será el sustrato sobre el cual se erguirá la historia, contribuyendo a crear un estado de ánimo reflexivo y pausado.

La profundidad de campo, la cámara fija, las acciones fuera de campo -a través de encuadres innovadores (particularmente en la escena final)- y el juego de las imágenes fuera de foco que repentinamente se enfocan forman parte de un lenguaje audiovisual rico en elementos, pero que no agobia ni termina por volverse recurrente o convertirse en un dispositivo obvio para el espectador. Cabe destacarse, en este ámbito, la escena en la que Juan camina de noche por una carretera. La oscuridad es prácticamente total, sólo una tenue luz ilumina su perfil y, a lo lejos, los focos de los camiones aparecen como amenazadores destellos. Los recursos son simples pero lograr crear una sensación de inquietud y soledad que no enturbia la música –como podría preverse- y que resalta poderosamente la hábil utilización del sonido.

Si el diálogo resulta esquivo, el ruido por el contrario se vuelve fundamental. Las respiraciones, el canto de los pájaros, los ruidos de la calle, de los automóviles, de los pasos no son un acompañamiento si no que tienen un carácter tan explícito como el de un personaje más. La banda sonora juega, así, un rol de gran importancia narrativa, sin la cual, la película podría volverse opaca.

En síntesis, es “El Otro” una película simple, pero no simplona, muy sencilla en la anécdota que narra, pero no por ello superficial. Un film que abandona el discurso unívoco, comprometido, retórico y, a veces, barroco –algo no siempre negativo- del cine latinoamericano de décadas pasadas. Es también una película que deja a un lado toda pretensión de deconstruir el relato o de hablar de un mundo global, algo tan de boga por estos días con realizadores como Alejandro González Iñárritu. Su apuesta, por el contrario, está revestida de un carácter altamente polisémico que tiene algunos puntos comunes con la estética de cineastas como Lucrecia Martel o Alicia Scherson. (publicado el 09/10/2007 en http://www.critica.cl/)


Lo bueno de llorar, apuesta arriesgada y resultado incierto


Por Ignacio Del Valle

“Quiero que cada una de mis películas sea una opera prima”, la afirmación sale de los labios de Matías Bize casi como una declaración de principios, durante una charla realizada junto a otros realizadores chilenos, con el 14° Festival Internacional de Cine de Valdivia como telón de fondo. Pocas horas después, ese mismo domingo 7 de octubre, se presentará por primera vez en Chile “Lo bueno de llorar”, el tercer film del joven realizador.
La película, que compite en el certamen, ha tenido en su gestación todos los elementos de riesgo, apuesta e innovación a los que Bize hace referencia al decir que quiere que cada uno de sus trabajos mantenga la “frescura” de una opera prima. Fue filmada a contra reloj, en 11 noches, sólo hubo dos meses de pre-producción, el guión de escasas 35 páginas estuvo diseñado para dejar amplios espacios a la improvisación, los productores tuvieron en sus manos el texto a una semana del inicio de las grabaciones, el presupuesto era bajo y, por si fuera poco, la película se desarrolló en Barcelona, una ciudad con una idiosincrasia desconocida para Bize.

A todo ello se unió la costumbre del director de introducir un pie forzado en la narración, algo que origina muchas limitaciones y desafíos a la hora de hacer una película. Ya en Sábado-su primer largometraje- la apuesta había sido contar una historia entera en un larguísimo plano secuencia. Posteriormente, al realizar En la cama, Matías Bize optó por restringir toda la acción a una habitación de motel. Ahora en Lo bueno de llorar el desafío fue narrar el fin de una relación amorosa que sucede en una sola noche, en las calles barcelonesas.

Aunque Bize afirma que el uso de pies forzados no es un dogma en su cine, lo cierto es que hasta ahora, se han vuelto un sello que lo distingue. “Me sirven para centrarme más en lo que quiero contar y dejar a un lado lo que me aleja de eso. El público es más inteligente de lo que uno cree, no tengo que mostrarle cómo llegaron dos personas al motel si lo que quiero es contar lo que les pasa ahí”, explica el director utilizando el ejemplo de En la cama.

Sin embargo, si en el caso de Sábado y En la cama era lo extremo de la apuesta aquello que las hacia cautivantes, en Lo bueno de llorar, no ocurre lo mismo. La película se ve perjudicada por los riesgos que corre y cae en algunas trampas de las que no sale airosa. Matías Bize en su lucha contra el tiempo no consigue alcanzar una comunicación fluida con sus actores, a diferencia de lo que sí logro al realizar En la cama. Antes de empezar a rodar ese filme, Bize llevó a cabo una larga serie de ensayos, que permitió que los actores alcanzaran la intimidad y complicidad necesaria entre ellos y el director como para abordar con éxito el tema de la película. Esa rica experiencia debió haberse repetido en Lo bueno de llorar, sobre todo teniendo en cuenta que se iba a trabajar con protagonistas que no eran chilenos y en una sociedad cuyos códigos culturales tanto Bize como su guionista, Matías Cornejo, desconocían o, en el mejor de los casos, no dominaban completamente.

Desgraciadamente las exigencias de tiempo impidieron totalmente que se realizara ese proceso. Los productores estuvieron dispuestos a apoyar un proyecto de Bize dándole una gran libertad creativa, siempre y cuando éste presentara un work in progress de la película en el Digital film festival de Barcelona, lo que en la práctica implicaba que la preproducción y el rodaje de Lo bueno de llorar estuvieran finalizados sólo en dos meses. El resultado fue una película de interpretaciones estáticas -sobre todo en el caso de la protagonista- y de actores que no han tenido suficiente tiempo de preparación para darle vida a sus personajes. Las escenas de la fiesta son quizás uno de los momentos donde esto se hace más evidente: los tres amigos, de pie junto a la barra, mantienen una conversación intrascendente y entrecortada por el ruido de la música. Debería parecer un momento normal en la relación que los tres mantienen, sin embargo, los actores se ven incómodos, parecen estar pensando en sus líneas o en cómo salir del paso mediante una improvisación que resulte convincente. Lo mismo sucede cuando la protagonista pierde el bolso, su reacción es demasiado forzada y el diálogo con su novio se vuelve áspero y poco fluido.

Si Matías Bize hubiera tomado con firmeza las riendas de la dirección de actores estos problemas se podrían haber subsanado en parte; sin embargo, el mismo director ha reconocido durante el Festival de Valdivia que apenas intervino en el trabajo de los intérpretes porque temió que eso fuera negativo. Se equivocó. Por mucha confianza que tenga en sus actores, un director no debe abandonarlos a su suerte. Es el realizador antes que nadie quien debiera saber qué es lo que quiere que consigan con sus actuaciones.

A los problemas en las interpretaciones se añade un guión poco elaborado y no muy original. Esta es la tercera vez que Bize aborda la temática amorosa, pero por desgracia lo hace de manera menos atractiva -más plana- que en las anteriores ocasiones. Quizás habría que achacarle nuevamente a la falta de tiempo que no se haya ahondado más en los matices de la historia. Con todo sigue siendo un cine sincero, que habla desde la intimidad. El mayor desafío del joven director tal vez llegue cuando se decida a dejar de lado los temas amorosos, en los que su cine se ha sabido mover con inteligencia; pero que podrían terminar, a la larga, por encasillarlo.
Ahora bien, aunque la pareja sigue siendo el centro de la historia, esta nueva película toca una nueva temática, la paternidad -y la maternidad- que aparece como una preocupación secundaria, pero de peso, ya sea mediante referencias visuales o diálogos. El filme apuesta, también, por los largos silencios -algo también nuevo en el cine de Bize-, donde supuestamente, se vierte la tristeza y angustia de los personajes. Desgraciadamente este elemento, el silencio, no tiene su contrapeso en diálogos que funcionen bien y, por ello, la película se hace un poco sosa.

A los problemas de guión e interpretaciones se añade un tercero y más grave: una musicalización completamente inadecuada. La música incidental es melosa, llega casi a volverse redundante con el resto de la narración y en vez de construir la atmósfera adecuada, arroja a la historia hacia los abismos de la obviedad y el cliché. Se trata de algo no achacable a la falta de tiempo. Ojalá Matías Bize destierre completamente de sus películas este tipo de musicalización, que a ratos pareciera querer llamar la atención sobre las escenas como si el espectador hubiera dejado de prestarle atención al filme durante un momento y fuese necesario volver a capturar su mirada; algo típico de la televisión, pero impropio del cine.

El elemento más destacable de la película es la dirección de fotografía a cargo de Gabriel Díaz. Se nota que existe una buena compenetración, fruto de la experiencia, entre él y su director. La iluminación tiende hacia un azul sucio, bastante adecuado para la historia nocturna, la cámara utiliza muy bien un lente gran angular en los momentos indicados, como por ejemplo durante un largo plano secuencia en el supermercado, en uno de los momentos más intensos de la historia. Bize, además, no renuncia a la cámara. Ésta se vuelve algo vivo que sigue a los personajes, los interroga, toma distancia y reflexiona, pero sin volverse nunca pedante. Si En la cama fue una película de montaje, con muchos cortes directos y jumpcuts como apuesta estética, Lo bueno de llorar es una película de planos secuencias, cámara al hombro -en realidad steadycam- y ritmo más pausado.Cabe destacar en este sentido la escena inicial de la película, un plano general de los dos protagonistas, que están sentados a una mesa y no se hablan. Lentamente la cámara se va cerrando, mientras que ellos permanecen en todo momento fuera de foco. El centro de atención son las dos copas de vino vacías que están sobre la mesa. Es una metáfora de lo que se nos contará durante los siguientes 97 minutos, muy bien resuelta.

Pese a sus errores Lo bueno de llorar no debería ser condenada. Tiene menos frescura que sus predecesoras, pero sigue siendo sincera, arriesgada y coherente. Debe entenderse como un paso dentro de una carrera muy interesante y de gran inteligencia. Un paso menos atento que los anteriores, pero que no le quita validez al conjunto. Quizá uno de los aspectos más destacables de Matías Bize sea que se niega a haberlo aprendido todo. No es, hasta ahora, un cineasta que busque la consolidación, sino que prefiere seguir jugando, experimentando, apostando y que está lejos, por lo mismo, a caer en los riesgos de citarse a sí mismo. Lo bueno de llorar, como él mismo la define, es una nueva Opera prima. (publicado el 09/10/2007 en http://www.critica.cl/)


Babel, la consolidación de un estilo cinematográfico.




















Por María José Bello N.

Con “Babel”, González Iñárritu consagra su lenguaje fílmico de deconstrucción del tiempo narrativo, y logra darle una mayor universalidad a su cine.

Luego de su gran ópera prima “Amores Perros” (2000) y de su segunda película “21 Gramos” (2003), González Iñárritu regresó a las pantallas con “Babel” (2006), que vino a coronar esta trilogía sobre la violencia, la soledad, y la incomunicación del hombre contemporáneo.

Con su técnica característica de dividir y entremezclar las historias, haciendo saltos hacia adelante y atrás en el tiempo, “Babel” consagra un estilo fílmico de deconstrucción del tiempo narrativo. La novedad con respecto a las películas anteriores es que en “Babel” las historias ocurren en contextos geográficos y culturales opuestos y contrastantes, como son Marruecos, Japón, México. Esta variedad de los escenarios, permite generar un contrapunto interesante al pasar de una historia a la otra, lo que está muy bien logrado debido a un impecable trabajo de fotografía y musicalización del filme.

De los rostros abatidos de las mujeres marroquíes, los paisajes polvorientos, secos y sinuosos del Maghreb, nos trasladamos a la modernidad fría y frenética de Tokio, para luego aterrizar en un colorido matrimonio en un poblado del norte de México. Cada transición va acompañada de un quiebre en la banda sonora: la música instrumental árabe da paso a un inquietante y juguetón ritmo electrónico, que luego es relevado por la explosión de los sonidos festivos de los mariachis mexicanos. Hay que destacar que de las siete nominaciones a los Oscar 2007, la película se hizo acreedora a la estatuilla a Mejor Música, que estuvo a cargo del argentino Gustavo Santaolalla.

Pese al contraste visual, ambiental y sonoro entre las diferentes realidades, el director nos evidencia constantemente la transversalidad del sufrimiento humano y la fatalidad del azar. Finalmente las historias resultan estar relacionadas, lo que refuerza la idea de un mundo globalizado e interconectado en sus destinos. Al tomar a personajes que podrían resultar muy distantes entre sí y mezclarlos en esta sinfonía visual y narrativa- donde aparecen perfectamente orquestados- el director logra darle una mayor universalidad a su cine, construyendo un mensaje que apuesta a interpretar e interpelar al ser humano en toda su diversidad.

Un lenguaje cinematográfico depurado es otro de los aspectos distintivos de “Babel”. A diferencia de “Amores perros” o “21 Gramos”, donde vemos una cámara acelerada, movediza e inquietante que no da tregua, en “Babel” vemos que la cámara se toma el tiempo para detenerse en los rostros, paisajes y detalles del ambiente, generando secuencias de gran valor artístico donde vemos una preocupación por la composición, los ritmos del montaje, el tratamiento del sonido y el trabajo de fotografía en general.

El elemento crítico de Iñárritu es transversal a su obra y lo reencontramos en “Babel”. No se trata de películas fáciles de digerir, debido a la fuerte carga de violencia y a la cruda denuncia de la degeneración de los valores de nuestras sociedades que apreciamos en las diferentes historias. Podríamos caer en el error de entender su obra como un cine moralizante, pero más que eso, se trata de un cine profundamente crítico y complejo, que le entrega al espectador las claves para interpretar las contradicciones del mundo contemporáneo.

Más atractivas que la historia de Richard (Brad Pitt) -cuya esposa Susan (Cate Blanchett) es gravemente herida durante un viaje a Marruecos-, son las pequeñas sub-historias o sub-tramas que encontramos en “Babel”: el dramatismo de las escenas de los emigrantes mexicanos reprimidos al ser descubiertos por la policía en territorio estadounidense; la soledad de los personajes japoneses atrapados en su mundo hipertecnologizado y deshumanizado; la falta de solidaridad de los turistas de primer mundo ante el accidente de Susan; o la estigmatización que hace la prensa mundial de los ciudadanos árabes, difundiendo un accidente protagonizado por unos niños como un “acto de terrorismo islámico”, son algunos de los guiños críticos de Iñárritu, que le dan calidad y contingencia a su cine.

Un cine de excelencia cuida la forma y el fondo de la narración, y es lo que hace Iñárritu en sus películas. “Babel” consagra un estilo narrativo, pero además reivindica un discurso: el discurso de un espectador crítico de la sociedad contemporánea que tiene algo que decirle al mundo desde el sufrimiento, la soledad y la marginalidad de sus personajes.

(artículo publicado el 03.03.07 en http://www.plagio.cl/)