Por María José Bello N.
La directora argentina Lucía Puenzo vuelve a las pantallas con su segunda película, El niño pez, igualmente provocativa y original que la historia de un hermafrodita de su primer filme XXY (2007).
Inés Efrón y Mariela Vitale protagonizan esta coproducción argentino-española, basada en la novela homónima de Lucía Puenzo, que aborda la compleja relación de amor y pasión de dos jóvenes. Lala (Inés Efrón) es una chica de la clase alta argentina que está enamorada de su empleada doméstica, Guayi, quien es originaria de Paraguay pero ha pasado seis años trabajando en casa de Lala. Juntas idearán un plan para poder escapar e iniciar una vida en pareja, sólo que las cosas irán complicándose más de lo que pensaban.
El niño pez mezcla diferentes géneros: los episodios eróticos dan paso a un ambiente de misterio al más puro estilo de Saura en Cría cuervos, luego hay un viaje iniciático propio del road movie, elementos fantásticos, y un desenlace de película policial. La mezcla de registros le da un sello especial al filme; sin embargo, es también esta hibridación lo que le quita unidad a la historia, creándose distintos ritmos de narración.
Destaca la excelente dirección de actores. Las protagonistas salen airosas de la interpretación de uno de los temas menos abordados de la historia del cine: el amor entre mujeres. El tratamiento no es idealizado ni superficial, Puenzo representa con realismo las dificultades vividas por las protagonistas que están sumidas en un complicado ambiente familiar y terminan siendo víctimas de sus deseos y pasiones. Se trata, sin duda, de un tema tabú, que en este caso es enfrentado con sinceridad y madurez, de manera muy directa y dura, pero bella a la vez.
El incesto es otro tópico que la realizadora ha querido desarrollar en su filme: “Los vínculos incestuosos son tan comunes en Latinoamérica, la cantidad de casos son infinitos, están incluso aceptados, o se mantienen sotto voce, lamentablemente no son una rareza. Es curioso que no se haya tratado más en el cine, salvo en pocos casos o de manera indirecta”, ha dicho Lucía Puenzo durante una entrevista con el periódico Clarín.
La arremetida de una generación de jóvenes realizadoras latinoamericanas parece estar renovando las temáticas del cine de la región, desarrollando una sensibilidad hacia los asuntos que a ellas les parecen importantes y que no habían sido suficientemente tratados por los hombres, o al menos no con el mismo punto de vista. La atracción erótica entre mujeres en el seno de un hogar ya la habíamos visto insinuada en La Ciénaga (2001) y en una escena de La mujer sin Cabeza (2001) de Lucrecia Martel, aunque de manera menos jugada que en la película de Puenzo; y el incesto es el tema que desencadena la acción en El Camino (2007), de la directora costarricense Ishtar Yasin, en que una niña, que es abusada por su abuelo, emprende la búsqueda de su madre junto a su hermano pequeño.
La presencia de protagonistas femeninas de origen indígena y la introducción de sus lenguas nativas en la trama de la historia, son elementos que también comienzan a repetirse. Nos encontramos frente a una búsqueda de las raíces de algunos personajes, como las empleadas domésticas, que aparecían antes con roles secundarios. Las directoras comienzan ahora a profundizar en su psicología y en su historia familiar. En Play (2005) de la chilena Alicia Scherson, la joven protagonista que cuida a un enfermo terminal es de origen mapuche y ha ido a Santiago a ganarse la vida. Y en La teta asustada (2009) de Claudia Llosa, Fausta, el personaje principal, entona canciones en lengua quechua mientras trabaja para una familia adinerada de Lima. En El niño pez, la Guayi arrulla melodías en guaraní y sueña con ser cantante en su lengua materna.
El origen indígena de una de las protagonistas de la película de Lucía Puenzo introduce ribetes mágicos en la historia que se cristalizan en la leyenda de un niño milagroso que habita al fondo de un lago, una historia que Guayi compartirá con Lala como una confesión.
“Creo que la presencia de la leyenda del niño pez en el lago, todo lo relacionado con el agua y lo que está por debajo de la superficie, está ligado más a lo emocional que a lo racional, es algo muy del mundo femenino. Y el encuentro de ellas dos es desde ese lugar, donde se les mezclan todo: su relación es erótica, maternal, amistosa”, ha explicado Lucía Puenzo.
El agua, como elemento simbólico y lugar de encuentro cobra una gran importancia en la historia. Es el hábitat de la leyenda del niño pez, que es un secreto de ambas, pero es también un espacio de comunión física: la bañera de la casa es un refugio para las jóvenes, un remanso de intimidad y protección, aislado de los demás.
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