domingo, 1 de noviembre de 2009

Lecciones del Festival de Cine de Valdivia: Diversidad, abundancia y la consolidación del cine chileno de autor


Por Felipe Bello

Hace una semana finalizó el 16° Festival Internacional de Cine de Valdivia. Si bien es cierto que el Festival de Cine de Viña del Mar es el más antiguo del país (data de 1967) y que en los últimos años el Festival de Cine b y sobretodo el Sanfic (Festival de Cine de Santiago) se han consolidado como festivales importantes, el certamen valdiviano sigue siendo el más influyente en cuanto a tendencias nacionales y latinoamericanas.

Desde 1999 he asistido a este festival de manera ininterrumpida, por lo tanto lo primero que llamó mi atención al recibir la programación de este año, fue la gran presencia de largometrajes nacionales. No recuerdo otra edición del Festival, en que la cinematografía local estuviera tan profusamente representada. Tal vez el año que más se le asemeje sea la edición del año 2005, donde se reinstaló el concepto del “Nuevo Cine Chileno”, término ya utilizado para el cine nacional de finales de la década de los 60’s, a partir de la exhibición de las películas En la cama de Matías Bize, La Sagrada Familia de Sebastián Lelio, Play de Alicia Scherson, Mi mejor enemigo de Alex Bowen y en menor medida de Se Arrienda de Alberto Fuguet.

Día 1 Ceremonia de Apertura: Ilusiones Ópticas

El primer día de Festival contempla sólo la exhibición de un par de películas en el curso de la tarde, que en realidad sirven para terminar los ajustes de la ceremonia inaugural. Este año los encargados de dar el vamos fueron Alvaro Rudolphy y Valentina Vargas, ambos protagonistas de la película llamada a abrir el certamen: Ilusiones Ópticas del director Cristián Jiménez.

Ilusiones Ópticas transcurre casi íntegramente en la ciudad de Valdivia. Por primera vez el Festival se inaugura con un filme que se desenvuelve en la ciudad que lo alberga. Jiménez, valdiviano y sociólogo de profesión, se propone contraponer los cambios que experimenta la ciudad con la vida de sus habitantes, que asumen estas diferencias desde los discursos que se han instalado desde la macro cultura. Es así como personajes de distintas clases sociales y con diferentes aspiraciones, se entrecruzan para tratar de dar cuenta de cómo los ciudadanos de la región, asumen los cambios culturales que les impone la sociedad actual.

El mosaico de personajes y el tipo de humor empleado recuerda al cine de Wes Anderson (Los Excéntricos Teneenbaum, La Vida Acuática de Steve Zissou), pero sin lograr construir personajes empáticos, que pese a sus rarezas, logren cautivar de manera convincente al espectador. En el plano de la propuesta fotográfica, a cargo de Inti Briones, se reconocen las influencias de Aki Kaurismäki (Un hombre sin pasado). El plano fijo, la geometría del encuadre, la frontalidad, la poca profundidad de campo y la parte por el todo, es decir encuadrar un escritorio con un computador, para dar cuenta de una oficina más grande, aparecen como recursos estéticos habituales en esta película.

A pesar de ser un filme muy propositivo, creo que le falta conexión con la ciudad en que transcurre. Finalmente el que Valdivia sea el telón de fondo sobre el cual se desenvuelve el argumento, pasa a ser casi una anécdota. En los personajes tampoco encontramos nada propio de los valdivianos, parecen ser más bien personajes impuestos en un contexto que no les pertenece, que no les es propio. Aún así, no deja de ser un buen aporte, para la diversidad de cine chileno que se está produciendo actualmente.

Día 2: La arremetida del cine nacional

A partir del segundo día, la programación del festival se despliega como una carta de menú, en donde el espectador puede escoger lo que quiere consumir. Las posibilidades que se ofrecen en esta oportunidad son muy diversas e irremediablemente entra en juego el no siempre bien ponderado criterio subjetivo del “gusto”. Es así como este año destacan -más allá de la selección oficial- la clase magistral y retrospectiva de la obra del animador norteamericano Bill Plympton; una muestra de cine francés relacionada con mayo del 68’, denominada Ecos del 68; una retrospectiva de la obra del documentalista Ignacio Agüero y el estreno de Nucingen Haus la última película de Raúl Ruiz.

Mi jornada empieza a las 11:30 en la Sala Juan Downey del MAC con Lejos de Vietnam, particular película filmada a mediados de la década de los 60’s por los más destacados directores de la nueva ola francesa, con la excepción de Truffaut. Es así como a partir de una idea de Chris Marker (La Jetée, Sans Soleil), directores como Jean-Luc Godard, Alain Resnais y Claude Lelouch entre otros, crean 12 segmentos documentales, experimentales y ficcionales en relación a Vietnam. La película funciona de manera dinámica, pasando de una obra a otra, sin que se note una fragmentación, como suele ocurrir en este tipo de obras que aglomeran a muchos directores. De alguna manera funciona de manera orgánica, eso sí dejando en claro el sello y el estilo personal de cada director. Este rasgo de diferenciarse de los demás en la manera de hacer cine es fundamental para el cinematografía francesa de esta época, llegando a constituir una clasificación particular: “cinéma de auteur” o cine de autor, en desmedro de las películas que obedecen a criterios de producción y a estándares más convencionales. Sin lugar a dudas, Lejos de Vietnam, es un muy buen referente de este multifacético período del cine francés, muy distinto a la realidad actual de la cinematografía de ese país.

Al caer la tarde me traslado al Aula Magna para el estreno de Mandrill, la tercera producción de la dupla Marco Zaror - Ernesto Díaz. El primero, como protagonista exclusivo de las películas dirigidas por Díaz (Kiltro, Mirageman). Por lo general no soy un asiduo a los filmes de acción y artes marciales, pero desde la primera película de esta dupla, los he seguido con atención, tanto por parecerme que tienen una convicción plena por un género que no tiene antecedentes en la cinematografía de nuestro país, como por reconocer el potencial creativo de su trabajo. Fiel a su estilo, la historia nos presenta al personaje interpretado por Zaror, como un caza recompensa que quiere vengar la muerte de su padre (otro caza recompensa). Es así como a partir de las enseñanzas de su tío y de la serie favorita de su padre (John Colt, una versión estilo Batman de los 60’s de la vida de un James Bond de segunda) lo harán emprender el viaje del héroe en busca de la venganza. Guardando las proporciones de la comparación, la película recuerda a ratos a Kill Bill tanto en su estructura dramática que -a través de numerosos flashbacks al momento traumático de la infancia- nos va develando paulatinamente información acerca del pasado del personaje; como en la paralización de la imagen con el consecuente teñido de ésta en los momentos cúlmines.

La película presenta desde sus inicios una gran factura técnica. La mezcla sonora resalta los golpes y la voz estereofónica del protagonista, además de una música que nos recuerda constantemente las series norteamericanas de acción de las décadas de 1960 y 1970. La dirección de fotografía y cámara a cargo de Nicolás Ibieta colorea las escenas dependiendo del estado interior del protagonista, frías y verdosas para el pasado y cálidas en el momento de interactuar con la mujer de la cual se enamora. También destacan los movimientos de cámara, utilizando mucho dolly, pluma, grúa y grips, los que la hacen ver como la mejor de las películas norteamericanas de acción. Por último, no deja de ser llamativo, el que una gran parte del metraje transcurra en Lima, una ciudad tan cercana a Santiago, pero que no había estado presente en ninguna película chilena anterior. Mandrill es sin duda mejor que sus predecesoras, pero sigue formando parte del conjunto, podemos reconocer en ella una serie de operaciones formales y narrativas que se han ido puliendo, en otras palabras podemos reconocer al autor o a los coautores (Zaror-Díaz) en cada una de sus obras.

Para finalizar la jornada me dirijo al Cine Movieland a ver Navidad, el segundo largometraje de Sebastián Lelio (La Sagrada Familia). Creo que siempre es difícil después de hacer una muy buena película, atreverse a realizar la siguiente. Para mi gusto, un ejemplo de esto es Andrés Wood, quien tardó cuatro años para hacer La buena vida, después del éxito de Machuca. Algo similar ocurre en caso de Sebastián Lelio, quien tras el éxito de su primer largometraje se dio un par de años para realizar su próximo proyecto. Iba un poco prejuiciado a ver esta película, porque había durado poco en las salas de cine y porque no había escuchado muchos comentarios al respecto, sin embargo me sorprendí.

Sebastián Lelio vuelve a poner el acento en los personajes y en las relaciones que se ocultan bajo la apariencia. En este caso no se trata de hacer un gran discurso crítico de la familia chilena, sino de tomar un micro mundo, el de una pareja de pololos (novios), para hablar de muchos temas que circundan a la sociedad chilena actual. Al igual que en su opera prima, destacan con mucha fuerza las interpretaciones de los actores. Otra vez Manuela Martelli convence con gran destreza y los debutantes en la pantalla grande -Alicia Rodríguez y Diego Ruiz- aportan complejidad y verosimilitud con sus actuaciones. La propuesta fotográfica sigue siendo la cámara en mano, pero ahora mucho más controlada que en su debut. Otro punto que llama la atención es la banda sonora que de alguna manera evoca a su primer film. Todos los elementos anteriormente expuestos, hacen que uno identifique a Navidad con La Sagrada Familia, no como una copia o como una segunda parte, sino como partes distintas de un mismo cuerpo, en otras palabras, se puede reconocer la mano de Sebastián Lelio como el director de ambas obras.