viernes, 8 de mayo de 2009

La mujer sin cabeza y el imaginario de Lucrecia Martel

Por María José Bello N.

La mujer sin cabeza (2008) es la última película de la directora argentina Lucrecia Martel (La Ciénaga, 2001; La Niña Santa, 2004). Cuenta la historia de Verónica, una mujer salteña, dentista de profesión, que tras un accidente en auto y luego de superar el shock inicial, queda en un estado de confusión y de pérdida de la memoria que aparentemente no le impiden seguir desenvolviéndose con naturalidad en su ambiente cotidiano.

La película, que fue abucheada en la proyección para prensa especializada en el Festival de Cannes del año pasado, ha despertado reacciones encontradas en la crítica: “que no está a la altura de La Ciénaga”, “que la historia es ambigua y no se entiende”, “que el personaje es monótono”, son algunos de los comentarios emitidos por sus detractores. Sin embargo, quienes la defienden, valoran por sobre todo el peculiar estilo cinematográfico de la directora que luego de tres películas es reconocido ya como el sello Martel: una cámara ágil y movediza, un juego con los encuadres, el desenfoque y el fuera de campo; una densidad sonora importante; y una presencia de los cuerpos (de sus formas, texturas y sudores) totalmente innovadora. Cada actor dirigido por ella adquiere una personalidad única. Cada película de Lucrecia Martel es una experiencia potente, mágica y difícil de digerir. Un rico imaginario visual y sonoro que engolosina y satura a la vez. Se trata de historias de suspense con toques del género de horror, ambientadas siempre en la provincia de Salta, de donde ella es originaria.

La trama de La mujer sin cabeza puede ser un poco básica o banal y no radica en ella el mérito de la película, sino en el mundo que representa la directora: la situación en que se encuentra Verónica, el personaje central, y cómo su confusión -y la de los demás- se traducen en un lenguaje cinematográfico inquietante y psicológicamente opresivo. “No quería dar una respuesta absoluta sobre el estado del personaje, de qué era lo que le pasaba a ella, me pareció que la película entera tenía que ser como su estado”, ha explicado Martel en una entrevista.

Tenemos por un lado a esta protagonista, a quien vemos generalmente en planos cerrados, nos empapamos de su gestualidad, nos interiorizamos de sus dudas, y de cómo intenta adaptarse a un mundo que de pronto le parece desconocido. No reconoce los lugares ni a su familia. De repente parece recordar, pero luego comprendemos que está perdida: el espectador se vuelve su cómplice. Poco a poco vamos descubriendo su psicología, su angustia y nos enteramos que además del perro que atropelló en el episodio inicial, al parecer hay una víctima humana.

Por otro lado están los demás personajes, entre los que destacan su marido, una pareja de amigos y el hermano : ellos aparecen generalmente desenfocados en el trasfondo, o fuera de campo. Parecen espectros que desfilan frente a la cámara, de izquierda a derecha y viceversa, siempre en tránsito, pero a la vez encerrados en un espacio limitado y claustrofóbico, que no los conduce a ninguna parte. Ellos representan al mundo social de una clase acomodada de provincia que intenta a toda costa evitar el descalabro familiar y el desprestigio de uno de los “suyos”, de esa gente bien que siempre es ejemplar. Es así como fingen que todo sigue igual, y orquestan a espaldas de ella una serie de acciones que taparán la presunta muerte de un niño en el accidente.

No quisiera terminar esta crítica sin referirme a la presencia de los personajes populares, que están también en las demás películas de la directora. Su sola existencia como seres sin una mayor profundidad, totalmente intercambiables, es una denuncia al clasismo presente en Salta, y por extrapolación en Argentina y en América Latina en general. Los “negros” son muchos, son la mayoría de hecho, están siempre presentes e incluso establecen relaciones con los protagonistas (generalmente de servidumbre). Pero son "ninguneados" y su partida o desaparición no afecta de manera determinante el estado de las cosas, aunque haya una muerte de por medio. Porque el valor de la vida suele depender de la clase social a la que se pertenezca.


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