Por Ignacio del Valle D.
Pedro González Rubio / México / 2009 / 73 min
Un niño de cinco años, su padre, su abuelo y el mar. Esos cuatro elementos son prácticamente lo único que ha necesitado el realizador mexicano Pedro González Rubio para crear una historia simple, intimista y delicada: Alamar. Habría que añadir un elemento más, la cámara, que González Rubio utiliza con contenida emotividad, con una sutileza elegante que le permite rescatar la luz y el tempo pausado del atolón Banco Chinchorro. Una cámara con la que el realizador reconstruye el hilo cotidiano de la existencia de los pescadores artesanales de origen maya que habitan ese extraordinario paraje. Una cámara y un realizador que se dejan llevar por la belleza, pero sin caer jamás en la postal turística. Se trata de una apuesta arriesgada. Alcanzar la simpleza es difícil. Conseguir emocionar con ella lo es aún más. Alamar lo logra.
El filme ha cautivado a los jurados de algunos de los festivales de cine independiente más prestigiosos del mundo: primer premio en Rotterdam y en BAFICI. También fue distinguido en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse con el premio FIPRESCI a la mejor opera prima. Ahora compite en la selección oficial del Festival Internacional de Cine de Gijón, donde tuvo su primer pase este domingo.
Alamar nos narra la historia de Natan, un niño ítalo-mexicano que deja el ruido de las calles de Roma, para adentrarse de la mano de Jorge, su padre, en el silencio inquebrantable de Banco Chinchorro. Los palafitos en los que viven los pescadores, las faenas cotidianas, las grullas, el mar, el sol, los insectos y hasta los caimanes que habitan la barrera de coral son para Natan los misterios de un paraíso que descubre con la avidez de sus cinco años. Alamar nos invita a reflexionar, sin ningún alarde retórico, sobre la herencia vital, sobre el amor a la vida que se transmite pacíficamente a lo largo de tres generaciones. Se trata de una pequeña metáfora de la relación armónica con el entorno, que durante siglos ha caracterizado a los pescadores de aquel rincón del Caribe. ¿Estamos ante el testamento de un lugar seriamente amenazado por el hombre “desarrollado”? Quizás. Pero Alamar no tiene nada de elegíaco, aunque coquetee con el mito del buen salvaje y del estado de naturaleza rousseauniano.
Sería errado acercarse a Alamar guiándose exclusivamente por su historia. La trama es tan sencilla que sólo funciona como hilo conductor, como hoja de ruta para una sonata donde la música ha sido sustituida por la imagen. González Rubio usa el guión como una simple pauta o como un boceto, pero jamás como una estructura sólida sobre la que construir su relato. En ese sentido, el realizador se nutre de su experiencia previa como documentalista para llevar a cabo su primera ficción. Sin embargo, habría que preguntarse si los límites entre ficción y documental son aplicables a Alamar. Como en muchas otras películas, esos límites parecen aquí obsoletos. González Rubio juega a perderse en la ambigua –y absurda- frontera que separa ambos géneros.
La narración rehúye la anquilosada estructura dramática a la que nos tiene acostumbrado el cine hegemónico. El conflicto brilla por su ausencia y el clímax también, a menos que el punto culminante del filme no esté en la historia, sino que en las imágenes o en la temporalidad que se nos presenta. González Rubio se divierte haciendo patente la presencia de la cámara, que viene a ser el cuarto inquilino, fuera de campo, del palafito en el que habitan los tres protagonistas. El punto de vista bascula constantemente entre una falsa subjetiva y la cámara propiamente subjetiva. El realizador se empeña en hacernos ver que está ahí, entre los personajes. En ese sentido resulta hermosa, por su simpleza, la manera en que se termina desvelando el dispositivo cinematográfico: Natan decide dibujar las cosas que ha visto en Banco Chinchorro; mientras su mano traza formas infantiles sobre el papel, el niño va enumerándolas. Los cocodrilos, el palafito, las mantarrayas. Duda un instante antes de añadir… "¡la cámara!"
Basta aquel pequeño gesto de auto reflexividad para darle una nueva connotación a lo que vemos. Al incluir las palabras inocentes de Natan, González Rubio hace que el filme se interrogue a sí mismo. Se trata, en primer lugar, de un cuestionamiento al papel del cineasta, al lugar que le cabe como observador y creador en aquel rincón de México. No es un ente abstracto ni invisible. Está ahí. Mira, siente, juzga, interactúa con el ambiente que le rodea. Es un sujeto como el resto y lo que vemos es su visión del mundo. En un segundo término, el gesto de Natan es también un cuestionamiento al espectador, porque el pequeño personaje ha destrozado la transparencia detrás de la cual podía parapetarse aquél. De ahí que las palabras de Natan puedan interpretarse casi como una interpelación directa al público, un llamado a la implicación. Sin embargo, la recursividad que encontramos en Alamar huye de la autocitación y de la intertextualidad posmoderna. Es sencilla, sutil y lúdica como toda la película.
¿Documental? ¿Ficción? La cuestión es irrelevante. Se responde con una sola palabra: Cine. Así. Con mayúscula.
Pedro González Rubio / México / 2009 / 73 min
Un niño de cinco años, su padre, su abuelo y el mar. Esos cuatro elementos son prácticamente lo único que ha necesitado el realizador mexicano Pedro González Rubio para crear una historia simple, intimista y delicada: Alamar. Habría que añadir un elemento más, la cámara, que González Rubio utiliza con contenida emotividad, con una sutileza elegante que le permite rescatar la luz y el tempo pausado del atolón Banco Chinchorro. Una cámara con la que el realizador reconstruye el hilo cotidiano de la existencia de los pescadores artesanales de origen maya que habitan ese extraordinario paraje. Una cámara y un realizador que se dejan llevar por la belleza, pero sin caer jamás en la postal turística. Se trata de una apuesta arriesgada. Alcanzar la simpleza es difícil. Conseguir emocionar con ella lo es aún más. Alamar lo logra.
El filme ha cautivado a los jurados de algunos de los festivales de cine independiente más prestigiosos del mundo: primer premio en Rotterdam y en BAFICI. También fue distinguido en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse con el premio FIPRESCI a la mejor opera prima. Ahora compite en la selección oficial del Festival Internacional de Cine de Gijón, donde tuvo su primer pase este domingo.
Alamar nos narra la historia de Natan, un niño ítalo-mexicano que deja el ruido de las calles de Roma, para adentrarse de la mano de Jorge, su padre, en el silencio inquebrantable de Banco Chinchorro. Los palafitos en los que viven los pescadores, las faenas cotidianas, las grullas, el mar, el sol, los insectos y hasta los caimanes que habitan la barrera de coral son para Natan los misterios de un paraíso que descubre con la avidez de sus cinco años. Alamar nos invita a reflexionar, sin ningún alarde retórico, sobre la herencia vital, sobre el amor a la vida que se transmite pacíficamente a lo largo de tres generaciones. Se trata de una pequeña metáfora de la relación armónica con el entorno, que durante siglos ha caracterizado a los pescadores de aquel rincón del Caribe. ¿Estamos ante el testamento de un lugar seriamente amenazado por el hombre “desarrollado”? Quizás. Pero Alamar no tiene nada de elegíaco, aunque coquetee con el mito del buen salvaje y del estado de naturaleza rousseauniano.
Sería errado acercarse a Alamar guiándose exclusivamente por su historia. La trama es tan sencilla que sólo funciona como hilo conductor, como hoja de ruta para una sonata donde la música ha sido sustituida por la imagen. González Rubio usa el guión como una simple pauta o como un boceto, pero jamás como una estructura sólida sobre la que construir su relato. En ese sentido, el realizador se nutre de su experiencia previa como documentalista para llevar a cabo su primera ficción. Sin embargo, habría que preguntarse si los límites entre ficción y documental son aplicables a Alamar. Como en muchas otras películas, esos límites parecen aquí obsoletos. González Rubio juega a perderse en la ambigua –y absurda- frontera que separa ambos géneros.
La narración rehúye la anquilosada estructura dramática a la que nos tiene acostumbrado el cine hegemónico. El conflicto brilla por su ausencia y el clímax también, a menos que el punto culminante del filme no esté en la historia, sino que en las imágenes o en la temporalidad que se nos presenta. González Rubio se divierte haciendo patente la presencia de la cámara, que viene a ser el cuarto inquilino, fuera de campo, del palafito en el que habitan los tres protagonistas. El punto de vista bascula constantemente entre una falsa subjetiva y la cámara propiamente subjetiva. El realizador se empeña en hacernos ver que está ahí, entre los personajes. En ese sentido resulta hermosa, por su simpleza, la manera en que se termina desvelando el dispositivo cinematográfico: Natan decide dibujar las cosas que ha visto en Banco Chinchorro; mientras su mano traza formas infantiles sobre el papel, el niño va enumerándolas. Los cocodrilos, el palafito, las mantarrayas. Duda un instante antes de añadir… "¡la cámara!"
Basta aquel pequeño gesto de auto reflexividad para darle una nueva connotación a lo que vemos. Al incluir las palabras inocentes de Natan, González Rubio hace que el filme se interrogue a sí mismo. Se trata, en primer lugar, de un cuestionamiento al papel del cineasta, al lugar que le cabe como observador y creador en aquel rincón de México. No es un ente abstracto ni invisible. Está ahí. Mira, siente, juzga, interactúa con el ambiente que le rodea. Es un sujeto como el resto y lo que vemos es su visión del mundo. En un segundo término, el gesto de Natan es también un cuestionamiento al espectador, porque el pequeño personaje ha destrozado la transparencia detrás de la cual podía parapetarse aquél. De ahí que las palabras de Natan puedan interpretarse casi como una interpelación directa al público, un llamado a la implicación. Sin embargo, la recursividad que encontramos en Alamar huye de la autocitación y de la intertextualidad posmoderna. Es sencilla, sutil y lúdica como toda la película.
¿Documental? ¿Ficción? La cuestión es irrelevante. Se responde con una sola palabra: Cine. Así. Con mayúscula.
Fe de erratas: El realizador se llama Pedro González Rubio y no Rubi como apareció originalmente (la tiranía del autocorrector).
2 comentarios:
Estimados María José e Ignacio:
Soy estudiante de periodismo de la Universidad Católica y estoy haciendo un reportaje sobre los festivales de cine en chile y su evolución en la última década (2000-2010) para www.kilometrocero.cl. Quería saber si podía hacerles una pequeña entrevista a alguno de ustedes, con un par de preguntas sobre su perspectiva al respecto.
Espero me puedan ayudar,
Macarena Rojas Ubilla
mi mail es: maca.rojas.u@gmail.com
Muy buena película.
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Trabajo con paquete de internet
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