
Carlos César Arbeláez reconstruye en Los colores de la montaña (Premio nuevos directores, San Sebastián 2010), con la crudeza que le otorga la sinceridad, un mundo donde no parece haber mucho espacio para la inocencia infantil. Ésta es perseguida, parece condenada a un despertar prematuro y forzoso a la vida adulta. Manuel debe convivir con la desaparición de sus amigos, con la deserción escolar y el éxodo forzado de sus compañeros y con las presiones que sobre su padre ejercen los grupos armados. El conflicto entre ejército, paramilitares y guerrilla se traslada incluso a los muros de su escuela, donde los graffitis cambian de acuerdo a quién ejerce momentáneamente el poder sobre el pueblo. En medio de todo ello, la vida intenta abrirse paso.
La estrategia narrativa desarrollada por Arbeláez -el niño como protagonista y la focalización casi constante en él-, fue utilizada en forma reiterada en la última década, en películas del Cono Sur, para abordar desde un prisma nuevo el tema de las dictaduras de los años setenta y ochenta. Se trataba de un acercamiento a esta profunda herida social, nunca del todo cerrada, desde el punto de vista de una víctima desideologizada, completamente inocente e indefensa.
En el campo de la ficción Kamchatka, (Marcelo Piñeyro, 2002) Machuca (Andrés Wood, 2004), Paisito (Ana Díez, 2008) o el sólido cortometraje Veo veo (Benjamín Ávila, 2003) dan cuenta de esta tendencia. En el caso de los directores y de los guionistas de esas películas, el hecho de relatar historias ambientadas en la dictadura, desde los ojos de un niño, tenía mucho de autobiográfico. Esta estrategia permitía una mirada al conflicto histórico a partir de una generación que no jugó un rol protagónico en él, pero que tuvo que crecer bajo regímenes de facto y padecer sus consecuencias. Estos filmes, sobre todo Machuca, retoman en gran medida la senda abierta por Louis Malle en Adiós, muchachos (León de oro en la Mostra de Venecia en 1987), aunque a diferencia del filme del cineasta francés, ambientado en la Segunda Guerra Mundial, el conflicto en el que ahondan los latinoamericanos sigue estando muy presente en sus sociedades.
Los colores de la montaña es, en cierto sentido, heredera de esta tendencia, pero a diferencia de esas producciones el conflicto que relata Arbeláez no pertenece al pasado, y el realizador no forma parte de una segunda generación que cuestione lo que hicieron sus mayores. El recurso de la mirada infantil busca más una identificación emotiva y una denuncia en nombre de la inocencia, que un relato con tintes autobiográficos. Esto la acerca a ciertas recetas del neorrealismo italiano, del que Arbeláez -al igual otros muchos realizadores latinoamericanos- extrae también otras enseñanzas, como la utilización de autores no profesionales, la filmación fuera de estudios y la economía de recursos expresivos. El resultado es un filme sincero, que emociona profundamente, casi sin caer en los fáciles excesos del melodrama.
(Reseña publicada originalmente en la edición de julio de la revista Ventana Latina, Londres).