Por Ignacio del Valle
“Esta película me gustó, no tenía nada que ver con el típico cine chileno que siempre habla de la dictadura”, me dijo hace poco un conocido. Por desgracia, hace mucho que escucho afirmaciones de este tipo; se repiten con la frecuencia propia de un rosario. Hablo del caso chileno, aunque sospecho que sucede algo similar en otros países latinoamericanos. En cierto sentido ocurre lo mismo en España, donde se ha vuelto un deporte criticar el interés que la Guerra Civil despierta en los cineastas. Este tipo de juicio suele venir del público potencial de las producciones nacionales. Subrayo lo de “potencial”, porque el prejuicio al que hago referencia tiende a desaparecer como por arte de magia en aquellas personas que pasan de la potencia a la acción, o por decirlo de otro modo, está menos presente en aquellos que toman la decisión de pagar por ver una película de su país. Ignoro cómo se habrá gestado este dogma, probablemente venga de líderes opinión influyentes pero ignorantes o quizás de críticas desafortunadas de medios generalistas.
Sea como sea, este juicio esconde un planteamiento falaz y le hace daño al cine iberoamericano. En primer lugar habría que dejar en claro que desde un punto de vista cuantitativo los filmes que abordan estas temáticas no ocupan un lugar preponderante en la producción cinematográfica –otra cosa es que tengan más prensa-; en segundo lugar, no está de más dejar en claro por enésima vez que una película puede ser un bodrio o una obra maestra con total independencia de su temática; en tercer lugar, habría que preguntarse por qué se siguen haciendo este tipo de películas, o ni siquiera eso, en realidad lo correcto sería preguntarse por qué esta temática hace que más de alguno tuerza el gesto.
Entre otras muchas cosas, el cine -y el arte en general- sirve como expresión y memoria de las sociedades. Tiene por ello una función especular. Con independencia de la intención de sus creadores, ese espejo a veces se convierte en un verdadero retrato de Dorian Gray: nos muestra la corrupción del cuerpo social, las heridas, los traumas, los anhelos, las obsesiones, los cismas. Dorian Gray escondió su retrato maldito en el ático de su casa para que nadie, ni siquiera él, pudiera enfrentarse a la verdad insoportable de su reflejo. Algo similar hacemos al denostar este tipo de filmes. Al parecer conviene enterrar la memoria en sociedades como las nuestras, obsesionadas con el crecimiento económico, el éxito y la felicidad en tres cuotas y sin intereses.
Podría ser que a fuerza de ver filmes sobre la dictadura el público potencial sufra una verdadera indigestión temática. Quizás. Aunque no deja de sorprender que no suceda lo mismo con las películas de superhéroes, magos y orcos. Tampoco parece producir esta indigestión la muy comentada y promocionada Avatar, a pesar de que el tema que aborda James Cameron no se aleje demasiado del que propuso Georges Meliès en Viaje a la luna, hace nada menos que ciento ocho años.
Lo sé, estoy haciendo trampa, el tipo de público que ve estas superproducciones no es necesariamente el mismo que va a ver filmes sobre las dictaduras (aunque en muchos casos sí es el que los critica). También debo reconocer que en cada caso el concepto de espectáculo es muy distinto. Puede que a alguien le siente mal que compare a Avatar con la obra de Meliès: ciertamente el tratamiento de ambos filmes es absolutamente distinto y los medios de que disponen están a un siglo, literalmente, de distancia. Sin embargo, meter en el mismo saco Avatar y Viaje a la luna es tan reductor como utilizar la misma etiqueta para calificar todos los filmes que abordan el tema de las dictaduras latinoamericanas.
La forma de abordar este drama ha variado, el punto de vista también. Una serie de guionistas y de directores jóvenes han decidido revertir la mirada para abordar este periodo histórico: asistimos a historias donde el acento está puesto en la infancia. Los protagonistas son niños cuyas vidas se ven trastocadas por la dictadura –en muchos casos los filmes se inspiran en vivencias personales- y la represión militar aparece como una amenaza que se cierne sobre sus familias o como un telón de fondo determinante. Por ello la focalización abandona la tradicional omnisciencia para adoptar una mirada inocente que no alcanza a comprender lo que sucede. Es, a fin de cuentas, el punto de vista de cineastas que pertenecen a una generación que, sin ser protagonista de los procesos revolucionarios y de los subsiguientes golpes de estado, se vio involucrada en ellos, y ahora cuestiona aquello que marcó su infancia y, a veces, obligó a redefinir sus identidades desde el exilio. Con distintos matices este el caso de filmes como Machuca (Andrés Wood, Chile, 2004), Postales de Leningrado (Mariana Rondón, Venezuela, 2007), Paisito (Ana Díez, con guión del uruguayo Ricardo Fernández Blanco, España - Argentina – Uruguay, 2008), Agnus dei (Lucía Cedrón, Argentina, 2008), y en cierto sentido Kamchatka (Marcelo Pyñeiro, Argentina-España, 2002). Este tipo de filmes dejan atrás el cine del gran gesto social de realizadores como Solanas, Guzmán o Helvio Soto (con todas sus virtudes y defectos). La apuesta actual es privilegiar la pequeña historia por sobre el gran cuadro histórico, hablar desde lo menor para poder reinterpretar lo mayor. ¿Cine y dictadura? Sí. Claro que sí. Pasen y vean.
1 comentario:
Gracias por la reflexión, tan necesaria, y por empujar a la gente al cine.
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