Por Ignacio del Valle D.
Sillas desvencijadas que se mueven solas, paredes que se cubren de negro y de las que surgen rostros desencajados, cuadros que se desplazan por los muros, cojines que, de tan viejos, se desgarran como un animal despanzurrado. Y en medio de todo, la voz de una niña, Lucía, y después de un niño, Luis: dos voces ingenuas e inquietantes, que narran vivencias inciertas, leyendas, temores vagos y nebulosos como una pesadilla. Dos voces que quizás sean el testimonio inconsciente de los muros de una casa maldita. Pese a su densidad narrativa, no estoy hablando de un cuento o de un relato breve, si no de una animación. Si aún hay alguien que desconfíe del potencial audiovisual y de las posibilidades plásticas que puede ofrecer el stop motion, que vea los cortos Lucía (2007) y Luis (2008) de Niles Atallah, Joaquín Cociña y Cristóbal León. Su escepticismo se convertirá en asombro.
Ambos trabajos se integran en un proyecto mayor, denominado Lucía, Luis y el Lobo (2009) y que trasciende las fronteras del formato audiovisual. Se trata de hecho de una instalación que fue presentada en la galería Animal (Santiago de Chile) el año pasado. El proyecto establecía un diálogo, una dialéctica si se quiere, entre los cortometrajes y diversos objetos precisos presentes en la instalación. Un ir y venir entre imagen filmada y objeto real. Aunque es fácil de imaginar que fuera de la instalación ambos cortos pierden parte de su fuerza, no por ello se rompe el vínculo implícito y perturbador que existe entre ellos. El resultado es un trabajo en stop motion de una rara sensibilidad que junto a otros como Teclopolis (Javier Mrad, Argentina, 2010) dan buena muestra de la creciente calidad técnica y artística que empieza a alcanzar este tipo de animación en el Cono Sur.
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