Por Ignacio del Valle
Como una “especie de manifiesto” define Andrés Duprat el filme El Artista. Después consagrar veinte años al mundo del arte, el Director de Artes Visuales del Gobierno Argentino comenzó a sentir la imperiosa necesidad de escribir una historia sobre “este universo que amo y detesto a la vez”. Sin embargo, ¿cómo explicarle al público los dilemas de un mundo tan críptico –y muchas veces snob- como el arte contemporáneo? Duprat quería evitar a toda costa escribir un texto erudito, su objetivo fue conferirle a su reflexión una forma más creativa: escribir un guión de cine.
Andrés pensó desde un comienzo en su hermano, el documentalista Gastón Duprat, y en Mariano Cohn para realizar el filme. “Conocía muy bien su obra y su manera de filmar. Por eso, sin prevenirles, escribí el guión pensando en la interpretación que ellos pudieran hacer de mi propuesta”. La sinergia del trío dio luz a una obra inclasificable, suerte de ópera bufa, retrato crítico y finamente irónico del mundo del arte visual. El filme nos presenta a un verdadero antihéroe: Jorge Ramírez, enfermero tímido, soltero contumaz, treintañero de futuro poco promisorio, paria de las relaciones sociales. J. Ramírez -¿o habría que llamarle J. Gris?- cuya mayor osadía en la vida –quizá la única- es presentar en una galería de arte, como si fueran suyos, los dibujos de Romano, viejo autista del hospital donde trabaja y que sólo habla para pedir “puchos”. Y he aquí que gracias a los garabatos del bueno de Romano el éxito toca la puerta de Jorge que se vuelve el artista del momento. ¿Pero quién es el artista, aquél que dibuja sin ninguna voluntad específica o aquél que, como Duchamp, descubre en un objeto banal una obra de arte? Todo el filme se construye alrededor de este problema. “Romano nunca habría sido un artista sin la mirada de Ramírez y el rol social que éste desempeña. Yo creo que los dos dan vida a un solo artista”, explica Duprat.
Sin embargo la reflexión está muy lejos de detenerse allí. El Artista, tiene el mérito de apuntar en forma fresca y terriblemente hilarante hacia una de las grandes preguntas del arte: la cuestión de los límites de su campo específico, el problema de las fronteras de su espacio autónomo. La famosa apropiación artística de un urinario que llevó a cabo Duchamp parece tener un eco noventa años después en el gesto de Ramírez, al atribuirse los dibujos de Romano. Pese a ello, algo los separa. La acción provocadora de Duchamp se enmarca en la fe dadaísta, en el convencimiento de que es necesario “disolver el arte en la vida social”, como diría François Albera. La actitud de Ramírez es justamente la inversa, su interés último es introducirse en el círculo cerrado de la élite artística, sin pretender en ningún caso abolir sus fronteras. De ahí que el cuestionamiento hacia el mundo del arte no venga dado por Ramírez –al menos conscientemente- sino que por el filme en su conjunto.
La película muestra todo una galería de individuos típicos del medio artístico, que esgrimen con jactancia manifiesta un lenguaje erudito que esconde un discurso vacío. Se trata de creadores, críticos y curadores que observan los dibujos del tándem Ramírez-Romano. Unas obras que el espectador no verá jamás. Gracias a una cámara subjetiva, presenciamos cómo se pasean los personajes delante de los dibujos, como si nosotros estuviéramos del otro lado de ellos. El espectador adopta, por así decirlo, la mirada de la obra. “Las subjetivas hacen confrontar un público (el de la galería) con otro (los espectadores)”, explica Duprat. Se trata de un verdadero juego de espejos, que nos permite interrogar a los personajes, al mismo tiempo que ellos nos interrogan. La obra de arte deviene así el dispositivo que une dos mundos y los separa al mismo tiempo. Es por lo tanto una pantalla –parafraseando las teorías de Stéphane Lojkine- que muestra y esconde, que filtra como un biombo y que, por ello mismo, agudiza el placer de un público irremediablemente convertido en voyeur. Al mismo tiempo, ese juego de espejos, permite construir una lógica recursiva –un verdadero metalenguaje- que no deja de tener ciertas reminiscencias de Las Meninas de Velázquez. Al igual que en la obra del genio sevillano, lo que aquí está en juego es el estatuto mismo del arte.
Tal vez uno de los mayores aciertos del filme sea que Andrés Duprat y los realizadores Gastón Duprat y Mariano Cohn no cayeron en la caricatura simplona a la hora de construir la larga serie de personajes ridículos y rimbombantes que circulan frente a la obra de Ramírez. La caricatura está, es cierto. Pero el discurso de cada uno de los individuos que se nos presenta es coherente y lógico en sí mismo. Quizás por ello su esnobismo sale a la luz de una manera muchísimo más descarnada. “Me interesaba mostrar estos roles que la gente tiene un poco confundidos: el galerista, el coleccionista, el art dealer, el curador. Quería explicar como el arte visual se fue haciendo cada vez más endogámico y se fue alejando un poco de la gente. Eso es algo de denuncia que hay en el filme. En el arte contemporáneo se ha dejado de lado toda la parte de conexión sensual con la obra. La única conexión es intelectual, tiene que venir un boludo como yo a decirte, tú no ves nada, pero yo te doy diez argumentos para que entiendas. Eso atenta contra la potencia que tienen las artes visuales”, explica Andrés Duprat.
Para representar el mundo del arte contemporáneo los realizadores apostaron por no utilizar actores profesionales. Los personajes están interpretados por gente de la esfera visual, en lo que más allá de una humorada es sin duda un ejercicio de autocrítica. A ellos se añade el músico Sergio Pángaro en el rol de Jorge Ramírez –que saca adelante con una economía gestual casi minimalista y que raya en el distanciamiento-, el escritor Alberto Laiseca, como Romano, y el mismo Andrés Duprat en el papel de un curador que pretende apadrinar al protagonista. Asimismo, cabe destacar la presencia en dos escenas de León Ferrari, entre otras personalidades. Ferrari, uno de los artistas plásticos más destacados de Argentina, es además productor del filme y creador del afiche promocional.
La complejidad discursiva del guión tiene como sustento visual una fotografía cuidada con celo milimétrico y verdadera obsesión formal. La cámara, siempre fija, ofrece una verdadera sinfonía de encuadres y reencuadres que juegan constantemente con la composición de la imagen y presentan a menudo cierto desequilibrio visual -buscado expresamente- y mucha experimentación a nivel de la escala de planos (a veces el objeto de interés se sitúa en el centro de la pantalla, hay primeros planos donde aparece sólo la mitad de la cara del personaje, en otras ocasiones el horizonte visual está muy por debajo de lo acostumbrado, etc.). Asimismo, la banda sonora -otro de los aciertos formales- destaca reiteradamente lo que está fuera de campo, esto otorga una fuerte carga irónica a ciertas escenas.
El filme peca, eso sí, de ser predecible y a ratos un poco plano –quizás ello se deba a que Andrés Duprat no es un guionista profesional-. Por otro lado, hacia la mitad de la cinta, la trama se vuelve ligeramente reiterativa. Sin embargo, su extrema originalidad consigue subsanar en parte estos problemas. De no ser por ellos quizá El Artista hubiera podido acceder al galardón mayor del Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse –se lo arrebató Impulso, de Mateo Herrera-. Pese a lo anterior, el premio del público del certamen tolosano y el premio a la mejor ópera prima en la 15ª Mostra de Cine Latinoamericano de Catalunya dan, de todas formas, buena cuenta de sus méritos.
Una versión resumida de este texto fue publicada en francés, por su autor, en "La Película", diario de los Rencontres Cinémas d'Amérique Latine de Toulouse, marzo de 2009.
Entrevista integral (en francés) de I. Del Valle a Andrés Duprat en:
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