Por Carlos Paz
Efraín, Pedro, Gabriel, Ramiro, Gusanito, Tito, todos ellos nombres ficticios que pertenecen a una sola persona: Alan Chávez. Los medios lo describieron como una joven promesa del cine mexicano y aunque su naturalidad para la actuación así lo demostraba, ahora nunca lo sabremos.
No intentaré hacerme preguntas sobre cómo fue o por qué pasó; otros se ocuparán de ello. Ocurrió, punto. Y la noticia nos deja con un mal sabor, el amargo sabor de un recuerdo, el recuerdo de buenos momentos.
Es difícil hablar de alguien a quien tan sólo conociste un poquito, con quien compartiste un pedazo de tiempo y lugar. Cuando lo tuvimos en Toulouse descubrimos al joven, niño-adulto, escondido detrás de los personajes que interpretó. Vino a conocer, a hablar de su trabajo, de su experiencia, de sus proyectos. Y nosotros lo conocimos también más allá de la pantalla, y pudimos constatar que había mucho de él –de la persona– en cada uno de esos personajes. Lo escuchamos hablar y notamos la madurez de sus palabras y al mismo tiempo la euforia y el entusiasmo de la juventud.
En su paso por esta ciudad conocimos la otra cara del actor, una sonriente y que no llevaba maquillaje. La de un joven inquieto por vivirlo todo y con muchos sueños por delante. Conocimos la cara de alguien que quería hacer cine, pero también seguir una carrera universitaria, “para tener algo seguro”. Voces inocentes, partes usadas, amaneceres oxidados, el muro de al lado… títulos de películas que toman un sentido diferente ante la noticia. Dos de ellas aún por estrenarse. Y una más, que me hace pensar otro poco en el significado de la vida: Somos lo que hay…
Hoy está en otra zona. Ha terminado para él la película de la vida y empieza otra nueva, una que ya no podremos ver. Tal vez compartir.
Hasta pronto Alan. Buen viaje.
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