Por Ignacio del Valle
El canto en quechua de una mujer resquebraja la oscuridad. El tono triste y resignado con que son entonadas las palabras contrasta con su significado: la descripción explícita de una violación. Ese canto es el testimonio y, también, el legado que una anciana moribunda le deja a su hija, que la está escuchando. La secuencia inicial del nuevo filme de Claudia Llosa, condensa con brillantez la herencia conflictiva a partir de la cual se estructurará toda la historia. Fausta es la hija de una mujer violada durante la guerra del terrorismo que sacudió Perú. Según la tradición popular, las mujeres que entonces fueron abusadas, transmitieron su miedo a sus bebés a través de la leche materna. Estos hijos sufren de la enfermedad de La teta asustada.
Este mal se manifiesta en Fausta como un fuerte retraimiento; sin embargo, la muerte de su madre y la voluntad de la joven de enterrarla en su pueblo natal la obligarán a salir de su hogar para conseguir el dinero del sepelio. Descrito así el filme podría parecer una historia de iniciación más, un clásico bildungsroman; sin embargo, Claudia Llosa –autora también del guión- desde un comienzo sale airosa de este peligro. Y lo hace de una manera insospechada: mediante una patata.
¿Una patata?
Sí. Ese es el elemento que Fausta se introduce en la vagina para protegerse de cualquier violación. Su esperanza es que los brotes que dé ese tubérculo en su interior disuadan a un posible agresor. “Sólo la repulsión aleja a los repugnantes”, explica la joven, que concibe la patata como un “escudo”, a pesar del evidente daño que le provoca. ¿Se trata de una metáfora de la virginidad? Quizá, pero por encima de todo es una actualización de la metáfora, muy presente en el ideario andino, que equipara al cuerpo femenino con la tierra, dada su capacidad germinal. A ello habría que añadir que la patata es un elemento central en las culturas del altiplano.
El cuerpo de Fausta deviene, así, tierra. Su vagina es el campo en el que ella misma planta un bulbo. Sin embargo, mediante esta operación, la protagonista niega su propia capacidad fecunda. La maldición de la teta asustada, se traduce en la incapacidad para aceptar este potencial fértil. El camino de Fausta en el film debe entenderse, por lo tanto, como una senda hacia la liberación, que pasará por asumir su cuerpo y su sexualidad. Se trata, pues, de reordenar los términos de la metáfora feminidad/tierra de manera que en vez de negar su facultad germinal, la refuerce.
Paralelamente, en ese proceso resulta vital para Fausta poder dar sepultura a su madre, es decir devolver a la tierra –origen de la vida- a la persona que la engendró. El filme es rico en este tipo de metáforas cíclicas: “Voy al cielo a regar las flores”, cantan fuera de cuadro las mujeres, mientras la cámara nos muestra la mortaja en la que envuelven a la madre. “Las flores dicen lo que la gente calla”, afirmará más tarde el jardinero con el que trabaja Fausta. Vale la pena detenerse en este personaje, el único hombre adulto con el que la joven interactúa cómodamente. Será él –y no el tío con el que ella vive-, quien pasará a desempeñar el rol de un padre para la protagonista. Entre ambos se desarrolla una relación de confianza estructurada a partir del cuidado de un jardín, pero que tiene como subtexto la metáfora germinal a la que me he referido con anterioridad. Quizá una de las cosas que evidencia mejor la cercanía entre ambos es el uso del quechua. Se trata del mismo idioma en el que Fausta se comunicaba con su madre y, eventualmente, con su familia. Es la lengua de la intimidad, y por ello mismo, la protagonista se negará a utilizarla ante la mujer de la alta burguesía para la que trabaja.
La temática del filme podría sugerir un uso sensual del lenguaje audiovisual que ahonde en la corporalidad. Sin embargo, Llosa prefiere un estilo contenido, intimista, quizá tímido, como el personaje principal. La escala cromática es reducida y los colores están muy poco saturados. El uso de la escala de planos es bastante clásico aunque no por ello descuidado. Hay una preferencia por el plano general y, a veces, por el plano de detalle. En este sentido, sobresale el cuidado con el que están compuestos algunos cuadros, a riesgo -eso sí- de caer en cierto formalismo.
La historia discurre como un ir y venir entre dos mundo, aquél de la alta burguesía -presentado a través de claroscuros que le otorgan un tenebrismo inquietante- y aquél de las clases populares de donde viene Fausta. Al retratar este segundo espacio la realizadora pone en escena una seguidilla de bodas (la familia de Fausta trabaja organizándolas). La elección de este motivo sirve como contrapunto a la angustia de la protagonista y refuerza la metáfora germinal; sin embargo, el tratamiento es distante y caricatural. Es el espacio de la cumbia y los arreglos kitsch. A ello se añaden como notas discordantes en el filme ciertos diálogos didácticos (“Papá yo soy tu única hija”) y problemas en la dirección de los actores secundarios.
Sin embargo, se trata de elementos que no logran empañar un filme innovador, que ha obtenido con justicia el Oso de Oro del Festival de Berlín. "Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar al hijo del fondo de la tierra", escribió Neruda. A modo de conclusión diría que Claudia Llosa ha sabido hacer suyos aquellos versos, para después revertirlos. El acento ya no volverá a recaer sobre el labriego que se abre camino en una tierra-mujer, sino más bien en una mujer germinal que busca quitarse de encima la pasividad que otros le han impuesto.
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